sábado, 12 de diciembre de 2015

No.

Cuando los ojos se fijan en indeterminado acuerdo con otro par, el arroyo se ensordece y la luz del sol ya no quema. Aquél momento sirve para desmembrar cualquier preocupación y prevenir que camine, que te golpee, que te deshaga. Es efímero, pero suficiente.
Hay que ser perennemente como ese instante, como el loco enamorado. Hay que ser bote contra la corriente; una luz que brilla intensamente antes de apagarse, aunque falten mil años para que eso ocurra; roca por fuera y océano por dentro. Hay que dejar de ser lo que se es.
Incluso si ese otro par es el reflejo de ti mismo.
Y pensar que se vive bajo la tutela de la seguridad sin saber que son cuatro paredes sin techo, y sin hechos. Que el tiempo nos hace morisquetas en el auto que va delante, cuál burlón concepto, anunciando el final pero invitando a seguir. Que el zoológico parece más un universo entero cuando se ve a uno mismo encerrado en lo abrumador de la inmensidad.
Hay que dormir para despertar, no despertar para dormir. Hay que pensar un poco para, la verdad, saber que hay que dejar de pensar.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Soliloquio a susurros de un círculo vicioso andante.

Hoy pude dormir en mi cama.

Volvió a ser la almohada que siempre he usado, la manta con el olor a detergente de limón, las sábanas azules y la inconforme silueta de mi cuerpo marcada en el colchón. Ya no son tierras desconocidas, donde mis sueños corren peligro. Más bien, ahora puedo sentirme en casa; la oscuridad como mis paredes, mis pensamientos como techo.

Suelo pensar cada vez que me acuesto a dormir, y es lo más parecido a ser asediado por un ejército justo cuando tu imperio se derrumba desde dentro. Suelo volverme consciente de aquella falta de luz, de una nada, mientras miro hacia arriba, y poco a poco me deshago de cualquier amarra. Escribo notas mentales y, debo admitirlo, a veces se quedan ahí por mucho tiempo sin ser observadas.

Pero bien, uno de los pocos momentos en el que se es verdaderamente libre es cuando, sin esfuerzo, la mente se explora y se acomoda a sí misma.

El ser humano es capaz de reconstruirse de una forma asombrosa, y es algo que no logro comprender por completo; no llego más allá que decir "pues, sobrevivir es nuestro instinto, ¿no?", y tal vez esté en lo correcto. He visto espaldas tan dobladas por el peso que cargan que se asemejan a una tabla a punto de romper, pero nunca ocurre. Nunca veo astillas. Unas semanas más tarde vuelven a yacer erguidas sobre las piernas y bajo la cabeza de alguien. Sobrevivieron.

Repito, es asombroso.

Habían días en los que me preguntaba por qué escuchaba la mía resquebrajarse a cada momento, como un miserable pedazo de madera podrida bajo los pies de alguien. Como si no fuera humano ni me correspondiese vivir. Sentía toda la vida apoyada sobre mi sien y mis hombros, y detrás de mí, una voz comandándome que caminara. "No puedes parar. No puedes parar." Mis músculos se ataban unos con otros, mi rostro palidecía constantemente, mis pies se arrastraban en contra de mi voluntad... Podría seguir nombrando cosas por horas. De pronto mi hogar parecía ser otro, mis bolsillos estaban llenos de las pertenencias de un desconocido. Las caras de mis amigos y de mi esposa se desvanecían, y la rutina se volvía gris. Aún más gris.

De pronto, como si cada pieza terminara de desacomodarse, dejaba de pensar al acostarme en mi cama.

Tuve que llegar hasta ese punto. Caer con todo el ímpetu que me da la gravedad y sufrir el golpe, para saber lo insoportable que es el dolor y huir de él. No sé cómo ocurre; no sé cómo funciona aquél proceso de entalpía inconsciente que supone el reconstruirse uno mismo, pero sí me doy cuenta de que estamos en eso constantemente. Lo hacen ellos, los sobrevivientes, y lo hago yo, otro más.

Somos un cliché andante. "Tocar fondo para poder subir..."
Damos risa.

Insisto, no sé cómo demonios pasó, ni confío en que ya acabó ese ciclo; tal vez sea sólo el comienzo de algo aún peor.


Isabel duerme en su lado del colchón mientras coloco el despertador a las 7:30 AM. La luna está por ahí, deseando ser vista, pero oculta por las nubes, que conservan el frío de la noche a nuestro alrededor. El silencio es interrumpido por el zumbido de la autopista a lo lejos, pero no lo suficiente como para desmoronar la paz que reinaba. Rodeo a mi esposa con mis brazos. Insisto en acompañarla en su plácido sueño.

Y bien, hoy pude reconocer el olor de su cabello, otra vez.
Hoy pude dormir en mi cama.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Metro.

Me aterra mirar hacia atrás.

Las fotografías quedan inmóviles, las canciones siguen sonando aunque pasen los años, los días siguen pasando, el clima cambiando… El mundo sigue adelante, como si nada ocurriese, hace caso omiso de tu presencia, y tus preocupaciones. Pero los rostros cambian, el tiempo hace de las suyas e impregna arrugas en ellos, destruye relaciones, crea nuevas, corta tu alma en dos y la vuelve a juntar en una sola pieza. Te deja cicatrices nuevas a la par que te difumina otras.

Quisiera poder hablar del tiempo como si lo conociese, pero tan sólo es para mí aquella especie de relación que se limita sólo a una denominación y un entendimiento básico del otro. Aunque quién sabe, tal vez él, en su perseverante erudición, me conoce tanto como puedo identificar yo las marcas de la palma de mi mano.


Las líneas continuas que formaban los rieles del metro atajaron la mirada de John una vez más, haciendo el amago de una rutina no declarada. A las cinco y cincuenta de la mañana el sol se asomaba al tope de una colina, descubriendo parte por parte la ciudad, despertándola gradualmente.

Sus ojos recorrían el metal desde un extremo al otro. Cada raya donde las ruedas se apoyaban, el óxido en su base, las deformaciones justo donde los vagones se detenían, y el reflejo del techo en él. Su mente vagaba en aquella estación elevada mientras sus brazos se entumecían en un frío de invierno que no se aquejaba ante su presencia, y aunque estuviesen guardados en los amplios bolsillos de su abrigo, sabía que también ahí pasaba el tiempo. Pasaba ahí, en ese refugio de tela gruesa, pasaba en su apartamento, aunque quedara a quince cuadras y tuviese otra estación más cerca, y pasaba donde se encontraba él. «Omnipresente, y omnipotente», pensaba, «hasta las vías de tren lo sufren».

Cuando Lena falleció lo había hecho en paz, al menos en su mente. Es que al decidir morir ya se han aceptado las circunstancias, porque no hay más remedio, y tan sólo se entrega a ello sin mucho problema. Para ella el mundo no existió cuando se dejó caer en aquél surco, un instante antes de que el tren pasara; no existía John, no estaba la multitud en las plataformas, no sonaban los anuncios de la línea, ni el televisor del guardia en la caseta de seguridad. Aunque la tierra sí hizo caso a su presencia a punto de finalizar, siquiera por un momento. Tal vez el café de alguien, en algún lugar, se estremeció un instante de segundo.

Luego todo siguió su curso. Se removió su cadáver, se publicó la noticia en los periódicos locales, y a las pocas horas se reabrió el metro.

O casi todo, he de corregir. John pareció quedar varado en ese momento en el que se pronunciaban las palabras que hacían de mensajeras de su muerte, y en aquél lugar en el que ella había apagado su propia luz. Bloqueó el camino hacia el pasado en su cerebro y ahora despertaba una hora antes para recorrer quince cuadras, pasando avenidas transitadas y una que otra cafetería donde se leía el menú del desayuno, sólo para aferrarse a algo tan dañino.

Como acercándose un poco más a ella.

Al otro lado del andén se escuchó un atisbo de refunfuño seguido de un revoloteo de palabras, lo que usualmente le indicaba a John que el tren estaba cerca. Su ensimismamiento fue finalmente interrumpido por el llamado en los altavoces, que con la edad ya reflejaban el desgaste en su sonido. «Ruta A6, siguiente parada San José». Miró hacia un lado y acercó su maleta hacia el frente de su cuerpo.

Ese lunes el cielo empezaba a atiborrarse de nubes y la temperatura había permanecido plácida desde la noche. Los pájaros se movían en bandadas lejos de ellas preparándose para un día de lluvias, y John los observaba desde la estación con un interés gastado. Entró al vagón y se quedó viendo hacia afuera, tras las rayadas ventanas. Nuevamente fue un sonido el que interrumpió su abstracción.

—Hace un lindo día, ¿eh?

John hizo caso omiso del rostro de donde emanaban esas palabras y simplemente asintió sin desviar la mirada. Una frase más del anciano bastó para que se volviera hacia él y observara sus facciones arrastradas y su inatajable mirada. El viejo jugueteaba con un llavero en su mano libre y llevaba una camisa, suelta en el pantalón, y un bolso de lado. Sonrió por cortesía y respondió sin mucha intención. “Debería quedarse así todos los días.”

El señor sin mucho esfuerzo entendió la seña y se ahorró las palabras.

Al día siguiente cerraba la puerta de su casa, como un reloj, a las cuatro y cincuenta de la mañana. Como dictaba su rutina se lanzó a recorrer las quince cuadras, cabizbajo, sólo mirando de soslayo los anuncios en las cafeterías y las personas que pasaban. Subió los treinta y cinco escalones hasta la estación de la línea A en la carrera 13 y se paró en el andén, a diez metros de la escalera, como siempre solía hacer. Por encima de los vidrios del techado del lugar se observaba el turquesa de un cielo despejado a comienzos de jornada.

—Creo que no todo pasa como debería. Ciertamente las nubes le hacen algo especial al clima.
Y nuevamente el señor se encontraba a su lado mirando en la misma dirección que la suya. John volteó a verle la cara otra vez, y esta vez hizo más placentero el ambiente.

—Creo que usted hoy tiene la razón. En ambas cosas, realmente. Esperemos que el cielo me escuche la próxima vez y deje las nubes ahí. ¿Usted fue quien comentó algo parecido en el vagón, cierto?

—Oh, sí, sí, perdona la mala educación. Irrumpí groseramente en tu calma ese otro día. Giovanni Pisotti.

—John Adams. Un gusto. No se preocupe— Le otorgó la cortesía John.

Y por primera vez en siete meses le dirigía más de cinco palabras a una persona en su trayecto al trabajo. El anciano estilaba una vestimenta parecida al otro día, con la salvedad de que su bolso ahora estaba orientado hacia otro lado, el llavero seguía en su mano y su juguetear era constante. Al entrar al vagón ambos consiguieron asientos disponibles y se dieron la mano antes de seguir con la conversación, la cual casi hace que se olvidara de su parada y siguiera de largo.

Está de más decir que su rutina se expandió con un elemento más en su franquicia. Aquél viejo que lucía un paradójico desdeño con elegancia se hizo parte de su día a día y entrenó las cuerdas vocales de John para las mañanas. Pero aunque pareciera obvio que se iría, el mismo sentimiento de dañino apego hacia aquél lugar no abandonó su mente y su cabeza siguió mirando hacia la acera en todo el trayecto. Podía estar completamente nublado, parcialmente cubierto o totalmente despejado y él sólo se daría cuenta cuando llegara a la estación y mirara a través del cristal que se posaba por encima de él; luego se lo comentaría a Giovanni, y cada quién seguiría su camino en su estación.

Al menos su estadía en la estación comenzó a tener un sabor distinto, y tenía algo que esperar al llegar ahí.

Dos semanas habían pasado y el clima seguía con su misma cantaleta. Dos días de nubes y tres días de sol, luego se repetía el ciclo, y aquello era comentado por ambos en el andén de la estación de la línea A en la carrera 13, alrededor de las cinco y cincuenta de la mañana, cuando aún no había mucha luz, pero tampoco faltaba. John comenzó a notar que el anciano ya no saludaba con la misma energía que antes, y que su pequeño saco parecía menos lleno que siempre. Las conversaciones seguían igual de interesantes, pero la carrasposa voz del señor no denotaba su usual entusiasmo.

Un día las manos de Giovanni permanecían quietas en su lugar y el llavero descansaba en su bolsillo a la expectativa de que jugaran con él, pero en todo el trayecto no lo tocó. Al otro día se le vio luciendo un suéter incluso dentro de la estación, que contaba con calefacción, y luego al siguiente sólo una franela desarreglada. Sus ojos se rodeaban por ojeras y su expresión yacía lánguida hacia la ventana a la par que hablaba con su compañero de viaje, y su voz se apagaba cada vez más. John no pudo evitar notar cada detalle del anciano y más de una vez preguntó qué le ocurría, sin obtener respuesta.

Bastó un mes para que John subiera los treinta y cinco escalones de la estación de la línea A en la carrera 13 y llegara al andén, esta vez sin la presencia del anciano. Sus ojos recorrían el lugar en búsqueda de la característica calva de Giovanni, sin resultados. Cinco trenes pasaron y no apareció. Las siete se hicieron, y no, no apareció.

De hecho, más nunca lo hizo.


No pude sino notar la ausencia de Giovanni al segundo día después de su desaparición, y espero que me lo crean, corrí asustado de aquél lugar con lágrimas en mis ojos. Tardé cinco minutos sólo en abrir la puerta de mi casa y apenas cinco segundos en cerrarla de golpe y dirigirme directo a mi cama. El trabajo no importaba, pues aquella estación se habría cobrado otra víctima y no la visitaría más nunca. Al día siguiente mis ojos recorrían las cercanías en búsqueda de su gran nariz y su despoblada cabellera, pero ya no lo veía.

Aunque quién sabe. A partir de ese momento mi vida volvió a ocurrirme a mí y no a ese John, el que subía treinta y cinco escalones en la estación de la línea A en la carrera 13. No sé cómo puedo recordar a Giovanni, pero un mal adjetivo no se pasa por mi mente. Descubrí que podía salirme de esa vía por la que me sentía atrapado, descubrí que abrieron dos cafeterías, un McDonald’s y una tienda de repuestos por la calle que siempre tomaba, y que podía subir veinte escalones en la estación de la línea A en la carrera 22, a dos cuadras de mi casa, en vez de treinta y cinco. Y pude perder el miedo, finalmente, a mirar hacia atrás. Mirar a Lena, mirar a Giovanni.

Y además, ahora no me cansaría tanto de subida.


sábado, 24 de octubre de 2015

El vagabundo.

Los rumores hablaban de un hombre que cabizbajo caminaba en aquellas calles, acompañado de total soledad. A la mitad de la noche su silueta asomaba tras su espalda un bulto desarreglado, sucio y a punto de rasgarse. Las esquinas hacían de testigos de aquella marcha, unas más a menudo que otras; los árboles se tambaleaban, las ventanas veían. Quienes lo describían siempre coincidían en su discurso: su rostro emanaba sólo amagos de expresión, como si se las hubiesen borrado; su andar consistía de movimientos equívocos, sus pies no se esforzaban en dejar de rozar el piso. Era la manifestación del envolvente frío de la madrugada.

Cuando por fin lo observé pasar desde mi ventana pude calificar aquello como algo más que habladurías. En vez de perplejidad ante ese descubrimiento mi mente hacía malabares con su actuar: era calma lo que sentía. Mi mirada yacía fija en él y sus cansados movimientos; yo tragaba fuerte, pestañeaba poco. Permanecí diez minutos observándolo con mi cuerpo fijo. Aquella noche no dormí.

Al día siguiente el mismo ahuecado y percudido saco fue encontrado vacío en el medio de la calle veinticinco, con su correa levemente manchada de sangre, y la evidente huella del tiempo y de la tempestad impresa en su tela. 

A partir de aquél momento los cuentos cesaron, y nunca más se volvió a saber de él.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Diario de un cadáver a punto de revivir.

Todo ha empezado a moverse más despacio. Las nubes, las miradas, el sol, el corazón. Desde aquél momento toda señal de vida se volvió, sin remedio y a mis ojos, más lenta, y ahora me esfuerzo en intentar reconocer si yo terminé paralizado o simplemente viajo más deprisa que todo lo que me rodea; perdiendo detalles y pasando de largo minas de oro. 

No sé cuándo ocurrió, aunque tal vez sí sepa cómo. De todas maneras cualquier intento de describirlo saldría torpe e inentendible como quiera expresarlo. Mi actuar se convirtió, mayormente, en desastrosa meditación, en la que la relajación no formaba parte del esquema, sino que el revolvimiento de aguas ya turbias tomaba su lugar. El restante, debe ser empleado para vivir. Veo el anochecer con temor, indefenso ante lo que puede traer, y veo el amanecer turbado, con bolsas en mis ojos, y el sonido de una ciudad que despierta pasándose por mis oídos.

No sé qué pensar, pero pienso.
Y ya no sé cómo vivir, pero vivo.


En las calles me entretengo con sátiras de mí mismo. A quien veo pasar lo percibo como un cascarón, sólo son apariencias sin mucho dentro; su esencia ha de quedar guardada, debe descansar y regenerarse. El incesante fluir de gente y automóviles no le da abasto a mi mente, y por un momento se calla. Por fin..., Un ruido por otro.

Dentro de mí me siento en tierras lejanas. La música se escucha débil en la distancia, suprimida por el tumulto en las fronteras, las palabras se deshacen entre inseguridades y el apetito se aleja ante un malestar que inunda. Esto parece llevar una eternidad así; tierras áridas, inactividad desde su nacimiento. Todo indica que sufro de amnesia, no recuerdo, o no me recuerdo, incluso reviviendo el suceso.

Pero entre fortuitos momentos de lucidez me veo como soy, demacrado y deshecho. Ante mí se presenta la imagen de mi rostro, sin decoro, y escondido entre arrugas y expresiones malogradas aún permanecen señales de esperanza; señales del pasado. También, aunque mi cuerpo se reúna alrededor de mi pecho, roto y cercenado, algo de futuro, inquebrantable en su terquedad de ser omnipresente, encuentra su lugar en la escena para encargarse de parar mi caída.

Al menos momentáneamente.

El calor del cuerpo combatir contra el frío de la noche; los pies acomodándose en el suelo y las vibraciones del aire esparciéndose luego del impacto con la piel siempre harán de recordatorio de vida; es lo mágico de la existencia. Sin embargo la pérdida ha hecho de las suyas. Cruelmente, ante su repentina ausencia, poco a poco me he dado cuenta del valor de los sentidos, y aquél sentimiento de vigor quedó vagamente reservado para la memoria. Sigo balanceándome entre el extravío y la incómoda realidad. A veces soy un ser humano, y otras el remanente de un choque... Y es que hasta este momento, donde no siento más que dolor y mis huesos ceden ante la carga en mis hombros, sólo he caído. Luego de ese instante en el que el sol se paralizó y la noche se hizo eterna he intentado echar a andar mil veces, y mil y un veces he tropezado.

Me observé a mí mismo caminar hasta aquí, como si no tuviese control de mis actos, pasados segundos que hacían de horas. He pensado en mis actos y he pensado en mis emociones, y ninguna se acopla con la otra. He sido un desastre. ¿De verdad hacía falta llegar hasta este momento? Aquí estoy tirado en el piso, disuelto en lágrimas y quebrado en tristeza, dramatizando mi caída final. Ya no quiero continuar así, pero no tengo una pista de cómo levantarme. Estoy reducido a nada. Soy nada.

¿Lo soy?

La ironía es la protagonista ahora: la respuesta se muestra ante uno cuando parece que no puede más, y lo obliga a darse cuenta de que puede con todo, sin protestar. No sé decir con certeza, tal y como ocurrió este temporal declive de mi existencia, cuándo ni cómo llegó a mí la calma y la sensación de vida, pero simplemente lo hizo, algunos días más rápido que otros. El momento crucial y determinante es al poder saber, finalmente, qué quedó luego del accidente y, en lo que a mí respecta, donde estoy sólo quedan mis huesos rotos y el vacío de mi alma.

Yo... Yo quedé donde el mundo se detuvo, y allá debo regresar, y hacerlo moverse.

lunes, 8 de junio de 2015

Levemente incandescente luz blanquecina de la luna.

Me había despertado de golpe luego de una sucesión de imágenes que ya no se atrevían a definirse. Sobre mi cuerpo rondaba una sensación que se asemejaba al estar anestesiado, como si aquél sueño me hubiese truncado la capacidad de pensar claramente, y de estar en todos mis sentidos. La luna se asomaba tenue entre las nubes, y le daba a todo una incandescencia que sólo se notaba con el rabillo del ojo, el reloj indicaba las tres treinta de la mañana, y por la ventana se colaba un viento frío que mi piel aletargada no terminaba de sentir. La cortina se movía y daba paso, con intermitencia, a la luz de la luna; y de vez en cuando el poste de la calle volvía a encenderse en su afán rebelde de no cumplir su función correctamente, y le quitaba el solemne protagonismo que parecía tener esa noche, como si compitieran.

Isabel aún dormía y detrás del cabello que cubría sus ojos parecía haber una colección de acontecimientos tumultuosos, buscando acompañándome a tener una noche insufrible. Con dificultad moví mi brazo y lo acerqué a su cabello para descubrir su cara. La observé por unos minutos.



Qué innatural es la forma que describe este césped, toda una cuadrícula perfecta y decidida a dejar claro un argumento rígido en una noche maleable. Cada paso que tomo va dejando una marca que desaparece a los minutos, como si un niño pisase por mí, y el asfalto parece haberse concertado con la noche. 

No sé por qué caminé tanto tiempo, y sin rumbo, pero la iluminación de ese poste emanaba en mí la sensación más parecida a la que me provocaba la luz del día en esos momentos. 

Pero debe ser el sueño, pues las imágenes en mi mente siguen borrosas.



Me había tomado la molestia de caminar con tal cuidado que ni las escaleras hicieron protesta con su rechinar, en mi presencia. El aire tenía una sensación diferente esa noche; era espeso y daba una impresión de parálisis inherente que creo no haber experimentado nunca. Mi padre solía decir que el ambiente, en su afán por complacer a la mente, se arreglaba cuidadosamente para cumplir su pedido, y luego agregaba, corrigiendo su intentona de sabiduría, que tal vez, sólo tal vez, el asunto era al revés y la mente se hacía esclava de la atmósfera que reinaba.

Al abrir la nevera el eco de la cocina imitaba el sonido que se suponía iba a hacer cuando la cerrara. No podía evitar sentir que algo me observaba en el medio de ese estar oscuro y silencioso, y que hacía que mi mente vagase, en momentánea distracción de aquél miedo infundado, preguntándose lo conveniente que habría sido una noche sin ese sueño. Abrí la puerta principal y observé las ventanas de las otras casas; tal vez yo estaría aún durmiendo y este aire no se metería debajo de mi piel. Caminé.



Me quedé distraído unos minutos viendo cómo titilaba el pequeño anuncio de neón de la cafetería. Se leía "abierto" por una muy pequeña fracción de segundo, luego oscuridad; luego, a los cinco segundos, el ciclo se repetía. Me acerqué al ventanal e intenté ver el reflejo de mi cara, pero la oscuridad logró vencer incluso al destello que dejaba con capricho la señal de neón. Di unos pasos hacia atrás, mientras pasaba un carro con la misma paciencia que la noche.

Sólo cuando me acerqué a la puerta del establecimiento es que estuve completamente consciente de que estaba descalzo. Había recorrido cinco cuadras y media sin un par de zapatos.



Mis pies se habían humedecido y, aunque mis ojos llevaban un tiempo considerable habiéndose ajustado a la oscuridad que me propinaban las nubes luego de tapar a la luna, no lograba ver de qué estaba llena la alfombra de la entrada. Me acerqué al vidrio, en un intento de estar en un lugar más oscuro para ver con más claridad. Mi frente en el guión que separaba la hora que abría y cerraba la cafetería. No logré ver nada.

Apenas me alejaba del ventanal se presentó ante mí la fuente de aquél líquido, y quedé paralizado. Un cuerpo yacía tras la puerta principal del sitio y la sangre se había filtrado por debajo de ella. Mi respiración se agitó, y aquella pesadez del aire hizo que perdiera el aliento con rapidez. Perdía la compostura a la par que el aire.

No puedo decir, al contar esto, que actué con toda sensatez. Acto seguido a aquél ataque de pánico mi primer instinto fue romper el vidrio para abrir la puerta. Cristal y manos destrozados; la alarma empezó a sonar. Me acerqué al cuerpo con la expectativa de una señal de vida, pero estaba frío y con la tez blanquecina.  En medio de aquella perplejidad, la noche se atrevió a orquestar la entrega de otra sorpresa. El sonido de la alarma desapareció, dejé de notar mis rodillas ensangrentadas, y empecé a temblar. 

En el rostro de aquello que fue un ser y ahora es un objeto inanimado con el estampado de su expresión justo antes de morir, no podía observar otras facciones sino las mías. Desesperadamente intenté tocar mi cara, pero mis manos estaban adormecidas. Todo el humor del ambiente parecía haberse transferido hacia mi cuerpo, y dejé de sentir. Convirtióse mi cuerpo en una cáscara vacía y pesada que ahora imitaba a la atmósfera de mi casa, en la que mi amada aún seguía soñando. Y yo, ahora, parecía estar atascado en este momento, esta madrugada, esta cafetería, y este clima, de por vida.

O de por muerte.

Desorientado me volví a la entrada. Ya sin sorpresa noté que no había ventana rota, no había ruido de alarma. Sólo yo y mi cadáver frío.

viernes, 5 de junio de 2015

Ensayo sobre los miles de yo.

Me gusta pensar del muro de Berlín como alguna alegoría accidental —o, tal vez, no tan accidental— a la mente humana, y todo lo que ocurre en ella. Dejando de lado detalles socio-políticos muy específicos, pues, ni hablar del hecho histórico con precisión ni ser un ensayo acerca de él es el objetivo de este escrito, puedo ponerme a elucubrar y unir puntos que tal vez sean imaginarios, pero concuerdan con la visión que a veces ensamblo del universo.

Berlín del este, Berlín del Oeste. Hemisferio derecho, hemisferio izquierdo.

Bien. Solemos entrar en discusiones arduas con nosotros mismos, y lo único que impide que nos molestemos al punto de odiarnos e, incluso, cometer agresión física, es el hecho de que somos, precisamente, nosotros mismos, y generalmente al menos un vestigio de preservación de nuestra integridad queda presente como para evitar hacernos sentir lo que ya odiamos sentir.

Dentro de nuestro meollo cualquier espectador, sin percatarse de nuestra circunstancia de «singularidad», podría pensar que somos muchas personas discutiendo en un mismo cuarto. Con frecuencia me encuentro en una situación de discrepancia respecto a un solo tema y, casi sin excepción, sigue resonando en mi mente la pregunta: ¿por qué, si soy un solo ser, no puedo ponerme de acuerdo ni conmigo mismo? La imagen de aquél muro entonces se coloca en silencio en mis pensamientos, cual símbolo de bandos en disputa,  y es aquí donde aparecen y se unen, simultáneamente, esos puntos.

Si tuviera que hablar de cada persona que está viva en esta tierra, se me iría toda la vida en ello y aún no habría cubierto un cuarto de lo que debí decir. Cada ser vivo es un entramado de experiencias, genes, entornos, cultura, y crianza variadas, lo que hace inevitable que existan discusiones entre ellos; puntos de vista distintos, opiniones distintas.

¿Y si, tal vez, cada experiencia forma un nuevo «ser» dentro de nosotros mismos?

Si cada miedo es un grito de nuestros yo en el momento que nacieron, como una especie de foto animada que intenta probar su punto por miedo a que exista un espejo que le revele su dolor, el asunto cobraría más sentido. Podríamos hablar de nosotros como una variada multitud con una cosa en común: su objetivo. Alguno de ellos, dependiendo de sus cicatrices, mostrarán más pasión que otros, y su grito será ensordecedor. 

Algunos te paralizarán. Otros serán los que, con su llanto, te hacen llorar a ti; o los que te muestran fotos de su felicidad, y te la contagian.

Si es así, aquellos abuelos que viven en paz, con una sonrisa en su rostro, son la cosa más digna de admirar. Ellos tienen toda una humanidad dentro de sí, y lograron callarlos, calmarlos y, más importante, llegar a un consenso.

Y, por si te lo preguntas. No, ni sobre esto tengo uno.

sábado, 9 de mayo de 2015

La extraña coincidencia en un puente arqueado.

Hacía unos días me había despertado jadeando y lleno de sudor. El sueño que tuve ese día fue especialmente angustioso, y luego de eso nada pudo remediar el efecto de haberme parado de esa manera a las cuatro de la mañana. Había estado teniendo buenos momentos luego de haberme mudado aquí; todo iba viento en popa, aunque cambiar mi rutina a una más fuerte y ocupada hizo de las suyas. 

Vivía a unas cuadras de un supermercado y de la estación de metro de la ochenta. El festival de luces que me propinaban los edificios, los postes y los carros se hacía presente de manera progresiva cada vez que regresaba a mi apartamento; en los días lluviosos se hacía majestuoso. El atardecer azul y las nubes hacían de escenario para cada uno de esos pequeños espectáculos. Ese día, aparte de las diligencias que me quitaron todo un día de productividad, había tomado un rápido desvío para comprar lo necesario para la semana, e iba de vuelta a mi hogar, sin una sola distracción. Con el pasar del tiempo había desarrollado un ensimismamiento que no había visto antes en mí, y mi habla se había hecho casi nula, puesto que era un recién llegado a este lugar. Sólo conocía a unos pocos.

—Hoy no escuché tu música a todo volumen— Abría Ana la puerta que estaba justo enfrente a la de mi apartamento.
—Pues hoy no estuve en mi casa todo el día, Ana— Dije con un tono burlón. Sabía que le molestaba algo la música, pero también que estaba feliz de dejarme quieto, ya que era lo poco que tenía ahí.
—Cómo era de obvio. Tenía que ser por eso.

Luego de sonreír a medias se despidió y cerró la reja. Yo entré en mi casa. Resonaba el eco de un apartamento lleno de sólo uno que otro mueble. El sonar de pasos mudos y bolsas doblándose. Lancé las llaves y me quité los zapatos. Saqué de mi bolso mi pasaporte; desde hoy a las tres de la tarde se leía "residente" en la página de la visa. Con una leve sonrisa en mi cara me dí cuenta del alivio que esa simple palabra significaba.

Interrumpí el retumbar alejado de los carros, los vagones del metro y el viento citadino mezclados en uno solo, y puse mi música a todo volumen.

Francamente, no sé si lo hacía para molestar a Ana o porque simplemente eso era lo necesario para matar el sentimiento de la soledad, pero sólo lo hice. Acostumbraba quedarme viendo por la ventana la silueta de la ciudad. A lo lejos se veía este puente arqueado e iluminado que, en las noches, llamaba mi atención. Más allá las casas de los adinerados se asomaban en la parte alta de la montaña. Quizás uno de ellos está viendo hacia acá, asomado en los grandes ventanales de su hogar. Sonó el timbre.

—Por amor a cristo, no necesitas destruirte los oídos. Bájale a eso. Y abre, tengo cervezas— Vi el rostro de Ana. Mi cara de extrañado se notaba aún detrás de la reja.
—Sé que eres algo desagradable, pero suponía que tienes amigos y beberías cerveza con ellos, Ana— Podía bromear con ella en esta especie de odio mutuo y satírico.
—Cállate, ¿quieres?— Dijo mientras yo reía— Vamos a celebrar tu residencia. Abre, antes de que me arrepienta.
—Wow. Y eso lo sabes, ¿cómo?
—La conserje.
—La conserje— Repetí y reímos casi en coro— Claro. Entra.



Luego de esos dos meses de soledad extrema por fin bebía unas cervezas en plan de reunión social. No sabía la joya de vecina que tenía hasta después de ese momento. Supongo que cada uno de los días que pasaba completamente a solas se apilaron para hacerme un poco más asocial. Pero bien, pude consumir unas cuantas botellas. La conversación, con silencios ocasionales, fluyó sin muchos problemas. Y bien, puedo decir que extrañaba aquella facilidad para hablar.

—¿Ves aquél puente, Ana?— Pude decirle mascullando un poco las palabras. Estaba algo ebrio.
—Ah. ¿El iluminado?
—Sí.
—Sí, lo veo. En ese puente se suicidó mi padre— Me quedé mirándola algo aterrorizado. Frente a su respuesta tan repentina, simplemente no sabía qué pensar acerca de ello.
—Supongo que acabo de descubrir mi talento para que me gusten lugares trágicos, ¿ah? Bien. No lo sé, desde que llegué aquí me ha llamado la atención.
—Tal vez los dos tienen el mismo gusto retorcido. A veces lo odio un poco por habernos hecho eso.
—Bien, no le excusaré el hecho de haberse quitado la vida. Pero, tal vez fue ese el lugar que más agrado tenía para él. Algo tuvo que significar.
—Sólo sé que no he podido pasar cerca de ese puente sin sentirme mal— Bebió un sorbo grande de su cerveza.



Todos los días, luego de salir de la universidad, tomaba el metro, hacía trasbordo y seguía hacia el norte de la ciudad; hacia mi trabajo. Todos los días pasaba alrededor de cuarenta minutos viendo los edificios, árboles y uno que otro almacén gastado atravesarse entre mí y el paisaje de la ciudad. Algunas veces iba parado, otras sentado, viendo entrar y salir a cualquier tipo de personas. Mi rutina se repetía, dotada ahora de algo más de alivio.

Uno de esos días, el desvío correspondiente fue el puente.

Un río y una autopista pasaban debajo de él; uno al lado del otro. Estaba oscureciendo y las luces de colores comenzaban a adornar los arcos que lo soportaban. A medida que caminaba, me fue inevitable notar la peculiar cabellera de Ana, en el medio. Estaba mirando hacia el río. Algo turbado por la coincidencia, me paré a su lado y me apoyé en la baranda. Tenía ella los ojos hinchados.

—Si hubieses llegado quince minutos antes habrías visto cómo se reflejaba el sol en el río. 
—Ana. Estás aquí. 
—No me digas, Sherlock. Creo que ya sé por qué eligió este lugar, sabes.
—¿Aparte del reflejo? Imagino que por la cantidad de viento que tiene este lugar. Un loco pensaría que puede volar—Corté una risa, e hice una pausa. Hablaba un poco más con ella que con cualquier otro ser— Un hombre a punto de suicidarse podría pensar que el viento se llevaría todas sus preocupaciones, después de muerto— Dije, como segundo pensamiento.

Hubo un largo silencio. Ana parpadeó, una lágrima salió a un costado de su ojo.

—Sí. Ustedes dos son igual de retorcidos.
—Explícame.
—La carta que dejó. En un párrafo hablaba del viento.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Remitente y destinatario.

Siempre hay un destinatario a toda carta que te atreves a escribir. Y con ello quiero dejar claro que ese proceso no involucra el acto de ser enviado sino, más bien, la intención que queda oculta entre letras. Marca de agua en una hoja manchada de garabatos.

Toda carta ha de tener un destino, reitero. Deberá llegarle a alguien; un par de manos calientes y sorprendidas, o simplemente un buzón oculto en tu mente. Quién sabe.., tal vez a un personaje ficticio de la historia de los mil sueños, tal vez a tu amigo imaginario, tal vez a aquella mujer que viste en el pasillo de la universidad el otro día. De una u otra manera el ciclo será completado con éxito, y alguna parte de ti podrá descansar.

Y de tantas, aquellas cartas que nos enviamos a nosotros mismos. A los yo asustados, nerviosos y escondidos, porque cuando ellos más necesitan de alguien, aquí estamos para ayudarnos. A los yo enamorados y carentes de realidad, un poco de tierra en sus zapatos no estaría mal. Pasamos nuestra vida lanzándonos miles de pequeñas notas con un remitente y un destinatario, y cada una tiene un propósito.

Cada pensamiento; cada sentimiento. ¿Qué poético, no? Bien, es que es así. Existe una poesía barata detrás de todo esto, y sin embargo no deja de ser hermosa.

También osamos recibir correspondencias, aunque su remitente usualmente parezca estar escrito con una tinta que no llegó a mantenerse viva el tiempo suficiente. Recibimos recordatorios de vidas pasadas, o futuras. Leemos conversaciones que, sinceramente, no tenemos idea de dónde salieron, ni dónde comenzaron. Recibimos golpes por escrito, y silencios también.

Sí, silencios por escrito.

En ocasiones la muchacha del pasillo se queda leyendo aquella declaración de amor. Sonrisa desenfocada, tinta transparente. Es que, enfrentémoslo, probablemente esa carta no salga de tu mente. Otras veces, con un tono mudo que se transporta hacia tu mano, le escribimos a quienes ya no están, a quienes pudieron estar, o a quienes se quisieron ir. Puede que pidamos, a llantos, su regreso, o puede que queramos recordarles que nos va bastante bien, pero que nos iría mejor si su olor se paseara por nuestra nariz un minuto más. También le enviamos una carta a las posibilidades; le enviamos una carta a quien —o lo que— puede llegar a nuestras vidas. Dejamos por escrito su rostro, su sonrisa, sus bromas y su tono de voz, y lo bien que nos hace sentir. O bien, sólo describimos el atardecer y la silueta de las montañas en conjunto con el cuadriculado de luces que nos paralizaría.

Me aventuro, aunque sólo haya tenido la oportunidad de explorar mi mente, a decir que todos tenemos al menos una carta enviada. Y si alguien la ha abierto, al menos ahí dentro, detrás de tus ojos, en el tope de tu cuerpo, para algo ya cuenta.

sábado, 18 de abril de 2015

¿Estoy loco?

Tengo una foto de mi abuelo en el corcho que está al lado de mi televisor, casi justo al frente de mi cama, y encima de la repisa que sostiene mis libros. Ese corcho, en los momentos que dejo vagar mis pensamientos, parece tener una fuerza inimaginable, pues es capaz de soportar tantos pinchazos; tantas agujas clavadas en su superficie, y siempre está preparado para más. 

Otras veces, comprendo que nació tan roto, tan dañado, que sólo es una aguja más, o una aguja menos. Para él no existirá dolor si se trata de su rutina.

Es ese mismo corcho el que también sostiene una imagen de la oficina en la que nunca llegué a trabajar, el apartamento que nunca tuve, y la foto del amor de mi vida... Amor que perdí. Todo eso junto a un puñado de ilustraciones de mis ambiciones. Cuando dejo vagar aún más mis pensamientos he de preguntarme, acostado en esa cama, con el rechinar del ventilador de techo, la tenue luz del poste entrando por la ventana y compitiendo con la del bombillo, y el silencio que no me deja tranquilo, si ese corcho se dejará quitar esas fotos. Alguna especie de fuerza que no comprendo previene que simplemente decida un día despegar la tachuela de su sitio y tirarla a la basura con la foto aún clavada en ella. Herir esos recuerdos, y quitarle una aguja al pobre. 

Y como si no fuera suficiente, con mi desagradable trabajo en mi cubículo sin privacidad, mi cuarto alquilado —aunque, le puedo dar eso, la ama de casa es agradable—, y el calor de la calle a las dos de la tarde, vivo en una inmensa foto que parece recrear lo que mantengo en ese corcho. De serlo posible, creo que la vida justo ahora imitaría el silencio que logra aturdirme y volverme loco en ese cuarto. 

En aquél día de septiembre no bastó con eso. No, ni con el tráfico fluido que, paradójicamente, me asquea, ni la mirada que combinaba desinterés y desprecio del trabajador de la única cafetería decente en la ciudad, ni el muerto amarillo que proyectaba la montaña a lo lejos. Hacía mucho tiempo que no me había dignado a salir con alguien, y había conocido esta encantadora mujer de camino al trabajo, luego de haberme tropezado con ella. No lo niego, sus ojos me hicieron salir del estado de concentración con el que camino, ensimismado, y su cabello subía y bajaba con el suave viento de la seis de la mañana. Luego de unas cuantas disculpas obtuve su nombre... Y una cita.

En la noche de ese mismo día las hojas salían en manada despidiéndose forzosamente de las ramas. El viento me hacía cruzar de brazos, e ir cabizbajo; aunque eso ya lo habría hecho, con viento o sin él. Luego de salir del restaurante habiendo bebido un vaso y medio de agua en una mesa que parecía entender mi pesar, había emprendido mi caminata apurada y sin mirar a los lados. El sentimiento de incomodidad, vergüenza y los vestigios de tristeza que me hacían muecas cada dos minutos me hacían querer salir corriendo; me habían dejado plantado. Esa conversación que la recién conocida Sarah me propinó terminó siendo sólo una muy sutil muestra de educación. 

Abrir la puerta se me hizo la tarea más ardua de la tierra. Encender la luz de mi cuarto hizo que me encandilara. La cama yacía desarreglada, el ventilador hacía el ademán de encenderse con el viento que se colaba por la entrada, y el corcho.... El corcho seguía ahí. 

Maldito corcho. 

No pude hacer más que romper en lágrimas sin contemplaciones. La puerta abierta, el ventilador moviéndose, mis rodillas en el piso, mis brazos en la cama, y mi cara en mis brazos. No podía creer que todo se acomodara de esa manera para desmoronarme y hacer de mí esta hoja quebradiza y seca que ahora se encontraba en una crisis en medio de un cuarto de tres por cinco. Agradeciendo internamente lo conveniente que tenía esta puerta independiente de toda la casa, la cerré, con mi rostro dominado por una expresión perdida. Me senté en la cama. Mi teléfono sonó.

«Trabajé hasta tarde, lo siento. Conozco un buen lugar en el que venden unos batidos que tal vez puedan compensarte mi desliz. ¿Sábado a las siete?»

Me levanté de la cama. Y con más lágrimas en el rostro, en un ataque de furia, arranqué el corcho y lo doblé hasta que se quebrara. Apresurado salí y me quedé parado frente al contenedor de la basura con el pedazo de tabla en las manos. Los insectos se refugiaban en la luz del poste. Las bolsas retumbaban con el choque del viento. Un perro ladraba a la distancia, tal vez a la nada. Despegué la foto de mi abuelo, la sostuve en mis manos, y regresé a mi habitación.

Nunca pensé que para borrar esas imágenes de ese cuarto habría tenido que romper aquél corcho. Nunca pensé que tendría que cobrar esa víctima inanimada con la que, de una manera bizarra, me había encariñado. Las fotos se despegaron de la madera y el viento las volvió una hoja más de los árboles. El poste iluminaba la tabla quebrada y doblada. La luna se asomaba a medio andar, contemplándolo.