Siempre hay un destinatario a toda carta que te atreves a escribir. Y con ello quiero dejar claro que ese proceso no involucra el acto de ser enviado sino, más bien, la intención que queda oculta entre letras. Marca de agua en una hoja manchada de garabatos.
Toda carta ha de tener un destino, reitero. Deberá llegarle a alguien; un par de manos calientes y sorprendidas, o simplemente un buzón oculto en tu mente. Quién sabe.., tal vez a un personaje ficticio de la historia de los mil sueños, tal vez a tu amigo imaginario, tal vez a aquella mujer que viste en el pasillo de la universidad el otro día. De una u otra manera el ciclo será completado con éxito, y alguna parte de ti podrá descansar.
Y de tantas, aquellas cartas que nos enviamos a nosotros mismos. A los yo asustados, nerviosos y escondidos, porque cuando ellos más necesitan de alguien, aquí estamos para ayudarnos. A los yo enamorados y carentes de realidad, un poco de tierra en sus zapatos no estaría mal. Pasamos nuestra vida lanzándonos miles de pequeñas notas con un remitente y un destinatario, y cada una tiene un propósito.
Cada pensamiento; cada sentimiento. ¿Qué poético, no? Bien, es que es así. Existe una poesía barata detrás de todo esto, y sin embargo no deja de ser hermosa.
También osamos recibir correspondencias, aunque su remitente usualmente parezca estar escrito con una tinta que no llegó a mantenerse viva el tiempo suficiente. Recibimos recordatorios de vidas pasadas, o futuras. Leemos conversaciones que, sinceramente, no tenemos idea de dónde salieron, ni dónde comenzaron. Recibimos golpes por escrito, y silencios también.
Sí, silencios por escrito.
En ocasiones la muchacha del pasillo se queda leyendo aquella declaración de amor. Sonrisa desenfocada, tinta transparente. Es que, enfrentémoslo, probablemente esa carta no salga de tu mente. Otras veces, con un tono mudo que se transporta hacia tu mano, le escribimos a quienes ya no están, a quienes pudieron estar, o a quienes se quisieron ir. Puede que pidamos, a llantos, su regreso, o puede que queramos recordarles que nos va bastante bien, pero que nos iría mejor si su olor se paseara por nuestra nariz un minuto más. También le enviamos una carta a las posibilidades; le enviamos una carta a quien —o lo que— puede llegar a nuestras vidas. Dejamos por escrito su rostro, su sonrisa, sus bromas y su tono de voz, y lo bien que nos hace sentir. O bien, sólo describimos el atardecer y la silueta de las montañas en conjunto con el cuadriculado de luces que nos paralizaría.
Me aventuro, aunque sólo haya tenido la oportunidad de explorar mi mente, a decir que todos tenemos al menos una carta enviada. Y si alguien la ha abierto, al menos ahí dentro, detrás de tus ojos, en el tope de tu cuerpo, para algo ya cuenta.
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