Los rumores hablaban de un hombre que cabizbajo caminaba en aquellas calles, acompañado de total soledad. A la mitad de la noche su silueta asomaba tras su espalda un bulto desarreglado, sucio y a punto de rasgarse. Las esquinas hacían de testigos de aquella marcha, unas más a menudo que otras; los árboles se tambaleaban, las ventanas veían. Quienes lo describían siempre coincidían en su discurso: su rostro emanaba sólo amagos de expresión, como si se las hubiesen borrado; su andar consistía de movimientos equívocos, sus pies no se esforzaban en dejar de rozar el piso. Era la manifestación del envolvente frío de la madrugada.
Cuando por fin lo observé pasar desde mi ventana pude calificar aquello como algo más que habladurías. En vez de perplejidad ante ese descubrimiento mi mente hacía malabares con su actuar: era calma lo que sentía. Mi mirada yacía fija en él y sus cansados movimientos; yo tragaba fuerte, pestañeaba poco. Permanecí diez minutos observándolo con mi cuerpo fijo. Aquella noche no dormí.
Al día siguiente el mismo ahuecado y percudido saco fue encontrado vacío en el medio de la calle veinticinco, con su correa levemente manchada de sangre, y la evidente huella del tiempo y de la tempestad impresa en su tela.
A partir de aquél momento los cuentos cesaron, y nunca más se volvió a saber de él.
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