viernes, 5 de junio de 2015

Ensayo sobre los miles de yo.

Me gusta pensar del muro de Berlín como alguna alegoría accidental —o, tal vez, no tan accidental— a la mente humana, y todo lo que ocurre en ella. Dejando de lado detalles socio-políticos muy específicos, pues, ni hablar del hecho histórico con precisión ni ser un ensayo acerca de él es el objetivo de este escrito, puedo ponerme a elucubrar y unir puntos que tal vez sean imaginarios, pero concuerdan con la visión que a veces ensamblo del universo.

Berlín del este, Berlín del Oeste. Hemisferio derecho, hemisferio izquierdo.

Bien. Solemos entrar en discusiones arduas con nosotros mismos, y lo único que impide que nos molestemos al punto de odiarnos e, incluso, cometer agresión física, es el hecho de que somos, precisamente, nosotros mismos, y generalmente al menos un vestigio de preservación de nuestra integridad queda presente como para evitar hacernos sentir lo que ya odiamos sentir.

Dentro de nuestro meollo cualquier espectador, sin percatarse de nuestra circunstancia de «singularidad», podría pensar que somos muchas personas discutiendo en un mismo cuarto. Con frecuencia me encuentro en una situación de discrepancia respecto a un solo tema y, casi sin excepción, sigue resonando en mi mente la pregunta: ¿por qué, si soy un solo ser, no puedo ponerme de acuerdo ni conmigo mismo? La imagen de aquél muro entonces se coloca en silencio en mis pensamientos, cual símbolo de bandos en disputa,  y es aquí donde aparecen y se unen, simultáneamente, esos puntos.

Si tuviera que hablar de cada persona que está viva en esta tierra, se me iría toda la vida en ello y aún no habría cubierto un cuarto de lo que debí decir. Cada ser vivo es un entramado de experiencias, genes, entornos, cultura, y crianza variadas, lo que hace inevitable que existan discusiones entre ellos; puntos de vista distintos, opiniones distintas.

¿Y si, tal vez, cada experiencia forma un nuevo «ser» dentro de nosotros mismos?

Si cada miedo es un grito de nuestros yo en el momento que nacieron, como una especie de foto animada que intenta probar su punto por miedo a que exista un espejo que le revele su dolor, el asunto cobraría más sentido. Podríamos hablar de nosotros como una variada multitud con una cosa en común: su objetivo. Alguno de ellos, dependiendo de sus cicatrices, mostrarán más pasión que otros, y su grito será ensordecedor. 

Algunos te paralizarán. Otros serán los que, con su llanto, te hacen llorar a ti; o los que te muestran fotos de su felicidad, y te la contagian.

Si es así, aquellos abuelos que viven en paz, con una sonrisa en su rostro, son la cosa más digna de admirar. Ellos tienen toda una humanidad dentro de sí, y lograron callarlos, calmarlos y, más importante, llegar a un consenso.

Y, por si te lo preguntas. No, ni sobre esto tengo uno.

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