Me aterra mirar hacia atrás.
Las fotografías quedan inmóviles, las canciones
siguen sonando aunque pasen los años, los días siguen pasando, el clima
cambiando… El mundo sigue adelante, como si nada ocurriese, hace caso omiso de
tu presencia, y tus preocupaciones. Pero los rostros cambian, el tiempo hace de
las suyas e impregna arrugas en ellos, destruye relaciones, crea nuevas,
corta tu alma en dos y la vuelve a juntar en una sola pieza. Te deja cicatrices
nuevas a la par que te difumina otras.
Quisiera poder hablar del tiempo como si lo
conociese, pero tan sólo es para mí aquella especie de relación que se limita sólo
a una denominación y un entendimiento básico del otro. Aunque quién sabe, tal
vez él, en su perseverante erudición, me conoce tanto como puedo identificar yo
las marcas de la palma de mi mano.
Las líneas continuas que formaban los rieles
del metro atajaron la mirada de John una vez más, haciendo el amago de una
rutina no declarada. A las cinco y cincuenta de la mañana el sol se asomaba al
tope de una colina, descubriendo parte por parte la ciudad, despertándola
gradualmente.
Sus ojos recorrían el metal desde un extremo al
otro. Cada raya donde las ruedas se apoyaban, el óxido en su base, las deformaciones
justo donde los vagones se detenían, y el reflejo del techo en él. Su mente
vagaba en aquella estación elevada mientras sus brazos se entumecían en un frío
de invierno que no se aquejaba ante su presencia, y aunque estuviesen guardados
en los amplios bolsillos de su abrigo, sabía que también ahí pasaba el tiempo. Pasaba
ahí, en ese refugio de tela gruesa, pasaba en su apartamento, aunque quedara a
quince cuadras y tuviese otra estación más cerca, y pasaba donde se encontraba
él. «Omnipresente, y omnipotente», pensaba, «hasta las vías de tren lo sufren».
Cuando Lena falleció lo había hecho en paz, al
menos en su mente. Es que al decidir morir ya se han aceptado las
circunstancias, porque no hay más remedio, y tan sólo se entrega a ello sin
mucho problema. Para ella el mundo no existió cuando se dejó caer en aquél
surco, un instante antes de que el tren pasara; no existía John, no estaba la
multitud en las plataformas, no sonaban los anuncios de la línea, ni el
televisor del guardia en la caseta de seguridad. Aunque la tierra sí hizo caso a
su presencia a punto de finalizar, siquiera por un momento. Tal vez el café de
alguien, en algún lugar, se estremeció un instante de segundo.
Luego todo siguió su curso. Se removió su
cadáver, se publicó la noticia en los periódicos locales, y a las pocas horas
se reabrió el metro.
O casi todo, he de corregir. John pareció
quedar varado en ese momento en el que se pronunciaban las palabras que hacían
de mensajeras de su muerte, y en aquél lugar en el que ella había apagado su
propia luz. Bloqueó el camino hacia el pasado en su cerebro y ahora despertaba
una hora antes para recorrer quince cuadras, pasando avenidas transitadas y una
que otra cafetería donde se leía el menú del desayuno, sólo para aferrarse a
algo tan dañino.
Como acercándose un poco más a ella.
Al otro lado del andén se escuchó un atisbo de
refunfuño seguido de un revoloteo de palabras, lo que usualmente le indicaba a
John que el tren estaba cerca. Su ensimismamiento fue finalmente interrumpido
por el llamado en los altavoces, que con la edad ya reflejaban el desgaste en
su sonido. «Ruta A6, siguiente parada San José». Miró hacia un lado y acercó su
maleta hacia el frente de su cuerpo.
Ese lunes el cielo empezaba a atiborrarse de
nubes y la temperatura había permanecido plácida desde la noche. Los pájaros se
movían en bandadas lejos de ellas preparándose para un día de lluvias, y John
los observaba desde la estación con un interés gastado. Entró al vagón y se
quedó viendo hacia afuera, tras las rayadas ventanas. Nuevamente fue un sonido
el que interrumpió su abstracción.
—Hace un lindo día, ¿eh?
John hizo caso omiso del rostro de donde
emanaban esas palabras y simplemente asintió sin desviar la mirada. Una frase
más del anciano bastó para que se volviera hacia él y observara sus facciones arrastradas
y su inatajable mirada. El viejo jugueteaba con un llavero en su mano libre y
llevaba una camisa, suelta en el pantalón, y un bolso de lado. Sonrió por
cortesía y respondió sin mucha intención. “Debería quedarse así todos los días.”
El señor sin mucho esfuerzo entendió la seña y se
ahorró las palabras.
Al día siguiente cerraba la puerta de su casa,
como un reloj, a las cuatro y cincuenta de la mañana. Como dictaba su rutina se
lanzó a recorrer las quince cuadras, cabizbajo, sólo mirando de soslayo los anuncios
en las cafeterías y las personas que pasaban. Subió los treinta y cinco escalones
hasta la estación de la línea A en la carrera 13 y se paró en el andén, a diez
metros de la escalera, como siempre solía hacer. Por encima de los vidrios del
techado del lugar se observaba el turquesa de un cielo despejado a comienzos de
jornada.
—Creo que no todo pasa como debería.
Ciertamente las nubes le hacen algo especial al clima.
Y nuevamente el señor se encontraba a su lado
mirando en la misma dirección que la suya. John volteó a verle la cara otra
vez, y esta vez hizo más placentero el ambiente.
—Creo que usted hoy tiene la razón. En ambas
cosas, realmente. Esperemos que el cielo me escuche la próxima vez y deje las
nubes ahí. ¿Usted fue quien comentó algo parecido en el vagón, cierto?
—Oh, sí, sí, perdona la mala educación. Irrumpí
groseramente en tu calma ese otro día. Giovanni Pisotti.
—John Adams. Un gusto. No se preocupe— Le otorgó
la cortesía John.
Y por primera vez en siete meses le dirigía más
de cinco palabras a una persona en su trayecto al trabajo. El anciano estilaba una
vestimenta parecida al otro día, con la salvedad de que su bolso ahora estaba
orientado hacia otro lado, el llavero seguía en su mano y su juguetear era
constante. Al entrar al vagón ambos consiguieron asientos disponibles y se
dieron la mano antes de seguir con la conversación, la cual casi hace que se
olvidara de su parada y siguiera de largo.
Está de más decir que su rutina se expandió con
un elemento más en su franquicia. Aquél viejo que lucía un paradójico desdeño con
elegancia se hizo parte de su día a día y entrenó las cuerdas vocales de John
para las mañanas. Pero aunque pareciera obvio que se iría, el mismo sentimiento
de dañino apego hacia aquél lugar no abandonó su mente y su cabeza siguió
mirando hacia la acera en todo el trayecto. Podía estar completamente nublado,
parcialmente cubierto o totalmente despejado y él sólo se daría cuenta cuando
llegara a la estación y mirara a través del cristal que se posaba por encima de
él; luego se lo comentaría a Giovanni, y cada quién seguiría su camino en su
estación.
Al menos su estadía en la estación comenzó a
tener un sabor distinto, y tenía algo que esperar al llegar ahí.
Dos semanas habían pasado y el clima seguía con
su misma cantaleta. Dos días de nubes y tres días de sol, luego se repetía el
ciclo, y aquello era comentado por ambos en el andén de la estación de la línea
A en la carrera 13, alrededor de las cinco y cincuenta de la mañana, cuando aún
no había mucha luz, pero tampoco faltaba. John comenzó a notar que el anciano
ya no saludaba con la misma energía que antes, y que su pequeño saco parecía menos
lleno que siempre. Las conversaciones seguían igual de interesantes, pero la
carrasposa voz del señor no denotaba su usual entusiasmo.
Un día las manos de Giovanni permanecían
quietas en su lugar y el llavero descansaba en su bolsillo a la expectativa de
que jugaran con él, pero en todo el trayecto no lo tocó. Al otro día se le vio
luciendo un suéter incluso dentro de la estación, que contaba con calefacción,
y luego al siguiente sólo una franela desarreglada. Sus ojos se rodeaban por
ojeras y su expresión yacía lánguida hacia la ventana a la par que hablaba con su
compañero de viaje, y su voz se apagaba cada vez más. John no pudo evitar notar
cada detalle del anciano y más de una vez preguntó qué le ocurría, sin obtener respuesta.
Bastó un mes para que John subiera los treinta
y cinco escalones de la estación de la línea A en la carrera 13 y llegara al
andén, esta vez sin la presencia del anciano. Sus ojos recorrían el lugar en
búsqueda de la característica calva de Giovanni, sin resultados. Cinco trenes pasaron
y no apareció. Las siete se hicieron, y no, no apareció.
De hecho, más nunca lo hizo.
No pude sino notar la ausencia de Giovanni al
segundo día después de su desaparición, y espero que me lo crean, corrí
asustado de aquél lugar con lágrimas en mis ojos. Tardé cinco minutos sólo en
abrir la puerta de mi casa y apenas cinco segundos en cerrarla de golpe y
dirigirme directo a mi cama. El trabajo no importaba, pues aquella estación se
habría cobrado otra víctima y no la visitaría más nunca. Al día siguiente mis
ojos recorrían las cercanías en búsqueda de su gran nariz y su despoblada
cabellera, pero ya no lo veía.
Aunque quién sabe. A partir de ese momento mi
vida volvió a ocurrirme a mí y no a ese John, el que subía treinta y cinco
escalones en la estación de la línea A en la carrera 13. No sé cómo puedo
recordar a Giovanni, pero un mal adjetivo no se pasa por mi mente. Descubrí que
podía salirme de esa vía por la que me sentía atrapado, descubrí que abrieron dos
cafeterías, un McDonald’s y una tienda de repuestos por la calle que siempre
tomaba, y que podía subir veinte escalones en la estación de la línea A en la
carrera 22, a dos cuadras de mi casa, en vez de treinta y cinco. Y pude perder
el miedo, finalmente, a mirar hacia atrás. Mirar a Lena, mirar a Giovanni.
Y además, ahora no me cansaría tanto de subida.