Tengo una foto de mi abuelo en el corcho que está al lado de mi televisor, casi justo al frente de mi cama, y encima de la repisa que sostiene mis libros. Ese corcho, en los momentos que dejo vagar mis pensamientos, parece tener una fuerza inimaginable, pues es capaz de soportar tantos pinchazos; tantas agujas clavadas en su superficie, y siempre está preparado para más.
Otras veces, comprendo que nació tan roto, tan dañado, que sólo es una aguja más, o una aguja menos. Para él no existirá dolor si se trata de su rutina.
Es ese mismo corcho el que también sostiene una imagen de la oficina en la que nunca llegué a trabajar, el apartamento que nunca tuve, y la foto del amor de mi vida... Amor que perdí. Todo eso junto a un puñado de ilustraciones de mis ambiciones. Cuando dejo vagar aún más mis pensamientos he de preguntarme, acostado en esa cama, con el rechinar del ventilador de techo, la tenue luz del poste entrando por la ventana y compitiendo con la del bombillo, y el silencio que no me deja tranquilo, si ese corcho se dejará quitar esas fotos. Alguna especie de fuerza que no comprendo previene que simplemente decida un día despegar la tachuela de su sitio y tirarla a la basura con la foto aún clavada en ella. Herir esos recuerdos, y quitarle una aguja al pobre.
Y como si no fuera suficiente, con mi desagradable trabajo en mi cubículo sin privacidad, mi cuarto alquilado —aunque, le puedo dar eso, la ama de casa es agradable—, y el calor de la calle a las dos de la tarde, vivo en una inmensa foto que parece recrear lo que mantengo en ese corcho. De serlo posible, creo que la vida justo ahora imitaría el silencio que logra aturdirme y volverme loco en ese cuarto.
En aquél día de septiembre no bastó con eso. No, ni con el tráfico fluido que, paradójicamente, me asquea, ni la mirada que combinaba desinterés y desprecio del trabajador de la única cafetería decente en la ciudad, ni el muerto amarillo que proyectaba la montaña a lo lejos. Hacía mucho tiempo que no me había dignado a salir con alguien, y había conocido esta encantadora mujer de camino al trabajo, luego de haberme tropezado con ella. No lo niego, sus ojos me hicieron salir del estado de concentración con el que camino, ensimismado, y su cabello subía y bajaba con el suave viento de la seis de la mañana. Luego de unas cuantas disculpas obtuve su nombre... Y una cita.
En la noche de ese mismo día las hojas salían en manada despidiéndose forzosamente de las ramas. El viento me hacía cruzar de brazos, e ir cabizbajo; aunque eso ya lo habría hecho, con viento o sin él. Luego de salir del restaurante habiendo bebido un vaso y medio de agua en una mesa que parecía entender mi pesar, había emprendido mi caminata apurada y sin mirar a los lados. El sentimiento de incomodidad, vergüenza y los vestigios de tristeza que me hacían muecas cada dos minutos me hacían querer salir corriendo; me habían dejado plantado. Esa conversación que la recién conocida Sarah me propinó terminó siendo sólo una muy sutil muestra de educación.
Abrir la puerta se me hizo la tarea más ardua de la tierra. Encender la luz de mi cuarto hizo que me encandilara. La cama yacía desarreglada, el ventilador hacía el ademán de encenderse con el viento que se colaba por la entrada, y el corcho.... El corcho seguía ahí.
Maldito corcho.
No pude hacer más que romper en lágrimas sin contemplaciones. La puerta abierta, el ventilador moviéndose, mis rodillas en el piso, mis brazos en la cama, y mi cara en mis brazos. No podía creer que todo se acomodara de esa manera para desmoronarme y hacer de mí esta hoja quebradiza y seca que ahora se encontraba en una crisis en medio de un cuarto de tres por cinco. Agradeciendo internamente lo conveniente que tenía esta puerta independiente de toda la casa, la cerré, con mi rostro dominado por una expresión perdida. Me senté en la cama. Mi teléfono sonó.
«Trabajé hasta tarde, lo siento. Conozco un buen lugar en el que venden unos batidos que tal vez puedan compensarte mi desliz. ¿Sábado a las siete?»
Me levanté de la cama. Y con más lágrimas en el rostro, en un ataque de furia, arranqué el corcho y lo doblé hasta que se quebrara. Apresurado salí y me quedé parado frente al contenedor de la basura con el pedazo de tabla en las manos. Los insectos se refugiaban en la luz del poste. Las bolsas retumbaban con el choque del viento. Un perro ladraba a la distancia, tal vez a la nada. Despegué la foto de mi abuelo, la sostuve en mis manos, y regresé a mi habitación.
Nunca pensé que para borrar esas imágenes de ese cuarto habría tenido que romper aquél corcho. Nunca pensé que tendría que cobrar esa víctima inanimada con la que, de una manera bizarra, me había encariñado. Las fotos se despegaron de la madera y el viento las volvió una hoja más de los árboles. El poste iluminaba la tabla quebrada y doblada. La luna se asomaba a medio andar, contemplándolo.