sábado, 18 de abril de 2015

¿Estoy loco?

Tengo una foto de mi abuelo en el corcho que está al lado de mi televisor, casi justo al frente de mi cama, y encima de la repisa que sostiene mis libros. Ese corcho, en los momentos que dejo vagar mis pensamientos, parece tener una fuerza inimaginable, pues es capaz de soportar tantos pinchazos; tantas agujas clavadas en su superficie, y siempre está preparado para más. 

Otras veces, comprendo que nació tan roto, tan dañado, que sólo es una aguja más, o una aguja menos. Para él no existirá dolor si se trata de su rutina.

Es ese mismo corcho el que también sostiene una imagen de la oficina en la que nunca llegué a trabajar, el apartamento que nunca tuve, y la foto del amor de mi vida... Amor que perdí. Todo eso junto a un puñado de ilustraciones de mis ambiciones. Cuando dejo vagar aún más mis pensamientos he de preguntarme, acostado en esa cama, con el rechinar del ventilador de techo, la tenue luz del poste entrando por la ventana y compitiendo con la del bombillo, y el silencio que no me deja tranquilo, si ese corcho se dejará quitar esas fotos. Alguna especie de fuerza que no comprendo previene que simplemente decida un día despegar la tachuela de su sitio y tirarla a la basura con la foto aún clavada en ella. Herir esos recuerdos, y quitarle una aguja al pobre. 

Y como si no fuera suficiente, con mi desagradable trabajo en mi cubículo sin privacidad, mi cuarto alquilado —aunque, le puedo dar eso, la ama de casa es agradable—, y el calor de la calle a las dos de la tarde, vivo en una inmensa foto que parece recrear lo que mantengo en ese corcho. De serlo posible, creo que la vida justo ahora imitaría el silencio que logra aturdirme y volverme loco en ese cuarto. 

En aquél día de septiembre no bastó con eso. No, ni con el tráfico fluido que, paradójicamente, me asquea, ni la mirada que combinaba desinterés y desprecio del trabajador de la única cafetería decente en la ciudad, ni el muerto amarillo que proyectaba la montaña a lo lejos. Hacía mucho tiempo que no me había dignado a salir con alguien, y había conocido esta encantadora mujer de camino al trabajo, luego de haberme tropezado con ella. No lo niego, sus ojos me hicieron salir del estado de concentración con el que camino, ensimismado, y su cabello subía y bajaba con el suave viento de la seis de la mañana. Luego de unas cuantas disculpas obtuve su nombre... Y una cita.

En la noche de ese mismo día las hojas salían en manada despidiéndose forzosamente de las ramas. El viento me hacía cruzar de brazos, e ir cabizbajo; aunque eso ya lo habría hecho, con viento o sin él. Luego de salir del restaurante habiendo bebido un vaso y medio de agua en una mesa que parecía entender mi pesar, había emprendido mi caminata apurada y sin mirar a los lados. El sentimiento de incomodidad, vergüenza y los vestigios de tristeza que me hacían muecas cada dos minutos me hacían querer salir corriendo; me habían dejado plantado. Esa conversación que la recién conocida Sarah me propinó terminó siendo sólo una muy sutil muestra de educación. 

Abrir la puerta se me hizo la tarea más ardua de la tierra. Encender la luz de mi cuarto hizo que me encandilara. La cama yacía desarreglada, el ventilador hacía el ademán de encenderse con el viento que se colaba por la entrada, y el corcho.... El corcho seguía ahí. 

Maldito corcho. 

No pude hacer más que romper en lágrimas sin contemplaciones. La puerta abierta, el ventilador moviéndose, mis rodillas en el piso, mis brazos en la cama, y mi cara en mis brazos. No podía creer que todo se acomodara de esa manera para desmoronarme y hacer de mí esta hoja quebradiza y seca que ahora se encontraba en una crisis en medio de un cuarto de tres por cinco. Agradeciendo internamente lo conveniente que tenía esta puerta independiente de toda la casa, la cerré, con mi rostro dominado por una expresión perdida. Me senté en la cama. Mi teléfono sonó.

«Trabajé hasta tarde, lo siento. Conozco un buen lugar en el que venden unos batidos que tal vez puedan compensarte mi desliz. ¿Sábado a las siete?»

Me levanté de la cama. Y con más lágrimas en el rostro, en un ataque de furia, arranqué el corcho y lo doblé hasta que se quebrara. Apresurado salí y me quedé parado frente al contenedor de la basura con el pedazo de tabla en las manos. Los insectos se refugiaban en la luz del poste. Las bolsas retumbaban con el choque del viento. Un perro ladraba a la distancia, tal vez a la nada. Despegué la foto de mi abuelo, la sostuve en mis manos, y regresé a mi habitación.

Nunca pensé que para borrar esas imágenes de ese cuarto habría tenido que romper aquél corcho. Nunca pensé que tendría que cobrar esa víctima inanimada con la que, de una manera bizarra, me había encariñado. Las fotos se despegaron de la madera y el viento las volvió una hoja más de los árboles. El poste iluminaba la tabla quebrada y doblada. La luna se asomaba a medio andar, contemplándolo.

domingo, 12 de abril de 2015

Obra de arte.

Tus manos se asoman al lienzo en blanco como si de saludar a quien te aterra conocer por primera vez se tratase. Todo parece ser un tenso ejercicio de transportación, complicada logística que se lleva a cabo; el pensamiento debe ir directo a la punta de tus dedos, delicadamente, sin interrupciones. Cual delicada cirugía, no quieres que nada vaya mal. Y por supuesto, nada es perfecto, algún contratiempo surgirá y quién sabe cuál sera tu reacción, pero será todo menos rendirte. No te puedes permitir eso.

Pero en cuanto el lápiz toca la hoja de papel, el pincel el lienzo, apenas el cuerpo empieza a perseguir su exhaustiva coreografía, y el instrumento a regalar vibraciones, todo aquello parece no existir. Aquél ejercicio ha rendido sus frutos y como arte de magia los sentimientos que, tal vez por mucho tiempo, tal vez por poco, estuvieron encerrados golpeando el interior de tu cráneo, y de tu corazón, por fin se encuentran danzando, de una u otra manera. La pintura sirve de testigo para ti mismo, el grafito se acomoda en el papel para hacerte honor; cada movimiento de tus manos, de tu cuerpo, de tu boca, se encarga de regañar al estómago y arrebatarle la potestad de hacerte sentir agobiado. Tal vez al igual que la materia, los sentimientos no se crean ni se destruyen, sólo se transforman.

Al final tu obra de arte yace, aunque inerte, viva, esperando a ser admirada; a ser descubierta. Tú conoces cada rincón, cada detalle, cada acento y cada tono, y al mismo tiempo no conoces absolutamente nada de ella. La obra de arte se vuelve una proyección desconocida de aquello que siempre has comprendido, como aquella persona con la que nunca sostuviste una conversación y parecías saber todo de ella. 

Sublime perspectiva de la naturaleza, ella nos crea: ella se crea. El arte es paradoja, el arte es sentimiento. El arte es la cálida proyección de lo que eres, en ese momento, y siempre. El arte es el eco que dejas en el aire.

Y quienes la conocen, quienes la dominan, han descubierto una gema, y se han vuelto eso mismo.

miércoles, 1 de abril de 2015

De días grises y bellezas relativas.


Ahora que lo pienso, no hay un día nublado, gris, que se me haya atravesado sin que yo lo admirara. No ha habido nube que vea y, de una u otra manera, poetice. Son ellas las que están en el medio de todo; guerreras capaces de desafiar al sol. En un viaje sin fin se encuentran revolviendo el cielo y haciéndolo una obra de arte; más de lo que ya es.

Al menos así lo ha sido desde que aquél viento frío en un ambiente de luces tenues y repetitivo tronar dejó de asustarme. Las tormentas solían aterrarme. De niño me quedaba de cuclillas llorando por el inminente peligro que una lluvia representaba para mí, tal vez sin razón alguna. Las tormentas me paralizaban, haciendo de mí un pequeño saco inútil de huesos y carne que se acomodaba a los brazos de su madre. Ahora los diluvios, a mis ojos, poseen una belleza que muy pocas cosas pueden igualar; aquél rugir del viento, la tempestad imparable, el frío y la aparente oscuridad, todas se unen para dibujar en un lienzo en blanco una escena de lo que muchos llamarían depresión, y en la que yo, paradójicamente, encuentro vida.

Ya no sólo son parte del clima, ahora mi mente también se ha rodeado de ellas.

Tal como a los huracanes se les da nombres de personas, yo podría darle nombre a las tormentas que hay en mi mente. Inundaciones de dudas, miedos que truenan, viento que derriba la débil estructura que me sostiene. Conozco bien cada una de las tempestades que día a día se ocupan de revolver mi mente: cada nube, cada trueno, cada gota ha sido estudiada, aunque nunca cesen de sorprenderme.., y de herirme.

Y es en esos días grises en los que me pregunto, ¿soy el único que ve belleza en esa inminente destrucción? ¿Soy el único que se hace la imagen de la vida mientras la muerte desfila enfrente de mí? La paradójica inmensidad de aquél encierro de nubes se hace aún más grande conforme la analizo, y cada vez me siento más pequeño. Aún quiero pensar que aquél montón de virtudes no se las veo sólo yo, como quisiese pensar que el espejo no miente, pues a veces así lo parece. Quisiera pensar que no estoy loco y que aquellas tormentas mentales no son una pérdida, que no soy el anfitrión de ese escenario de guerra.

Tal vez, sólo tal vez, las nubes se han vuelto tan encantadoras que nosotros, los espectadores, no apartamos la mirada de ellas.