Somos una gran discusión de hebras retorcidas y enredadas, sumergidas en un mar de vida y muerte; de creación y destrucción, de cambios, de giros bruscos. Somos humanos, y por dentro somos tan complicados como la mente de un gran artista. Me aventuro a decir que somos una obra de arte.
Pero las obras de arte siempre proyectan algo simple: una imagen, un motivo, a pesar de llevar tantos sentimientos, intenciones, historias y pinceladas que bien pudieron haberse resbalado entre lágrimas, o saltado entre cantos de felicidad. Lo que está debajo de nuestra superficie es una gran ciudad, dinámica y turbia. Y sin embargo, llegado el momento, nos reducimos a nada; nos desnudamos y nos volvemos puros.
En esos momentos nada importa. Ignoramos aquellas joyas que colocamos en nuestro cuerpo a la espera de que ojos inexperimentados vean su brillo, sin saber que quienes sí saben ver aprecian la belleza hasta en su más mínima expresión; aquella belleza desarreglada, recién despertada y vistiendo pijamas.
Es la simplicidad lo que la eleva hasta más allá de las estrellas. La piel tersa, caliente y viva. Las mejillas reflejando el ferviente rojo de nuestro corazón. Nuestros labios recorriendo cada extremo del planeta con su sonrisa. Y nuestra mirada perdida entre el ocaso del cielo y la línea del horizonte. No hace falta más nada, y nunca ha faltado.
¿O es que acaso no nacemos puros?
La naturaleza tiene demasiada belleza contenida en ella como para que el humano se atreva a querer crear una propia para suplir la falta. Como si faltara de eso en este mundo.
Vamos, que sí es posible apreciar las cosas hermosas, incluso cuando están despeinadas.
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