Hacía un día extraordinario afuera, aunque los reporteros del clima no dirían lo mismo. El frío arropaba cada centímetro de mi piel y me hacía sentir en una cúpula de comodidad. El metal del cielo hacía que cada objeto proyectara una sombra tenue, casi artística.
Este clima me encantaba, y sin embargo me sentía incómodo.
Luego de quince minutos después de que la camarera me entregara mi café, éste no se había movido ni un centímetro. Pasó de humear de una manera que casi igualaba a las nubes del cielo a ser un lago marrón en medio de mi mesa. Aquella mujer seguía sentada, observando por la ventana la infinidad de las gotas, y el mundo que reflejaban. Su mirada parecía perdida, pero creo que éso es lo que aseguraría una persona que no sabe ver la belleza de las cosas, hasta las más mínimas.
Sólo si ella supiera que no sólo las gotas reflejan un mundo hermoso. Ella parecía reflejar todo eso y más.
Al menos eso me parecía a mí.
Son muy pocas las veces, en la vida de alguien, en que una persona totalmente desconocida y extraña puede provocar ese tipo de sentimientos. La belleza de su rostro, la suavidad de su postura y lo sublime, humilde y sincero de su mirada hacían en mi estómago un revoloteo de mariposas y en el pulso de mi corazón unas ganas inmensas de que mis latidos le pertenecieran.
Aunque sea una desconocida, —puede ser todo lo contrario de lo que pienso— algo me dice que estoy en lo correcto.
Luego de quince minutos más de una meditación infinita, de ejercicios mentales orientados a no estropear el momento a venir, me decidí. Debía hablarle, debía interceptar su mirada infinita y dirigirla a mis ojos. Tenía que hacerlo, sino mi propia mente no me dejaría tranquilo.
Me armé de valor y me despojé de la —sinceramente ridícula— silla de la cafetería, y caminé hasta ella. Se encontraba a unas tres mesas de distancia, con la cabeza tan cerca de los ventanales del local que pareciera que estuviera apoyada en las gotas de agua. Finalmente me acerco a ella.
—Eh, hola. Normalmente no hago esto, pero quisiera sentarme contigo. — Le dije sin más.
Esas fueron mis palabras, creo que fue la peor línea que pude haber aplicado para sentarme en la misma mesa que una hermosa mujer ocupa. Sin embargo su reacción fue inesperada. Sin cruzar a la línea del desinterés, dejó de mirar la lluvia, para darme una leve sonrisa y darme permiso para tomar asiento. Antes de que tuviera tiempo de responder ya ella había volteado a apreciar la ciudad, que pasada la tormenta, volvía a sus actividades cotidianas.
—Nunca he entendido por qué le dicen «mal clima», a mí me parece hermoso. —Balbuceó ella.
Me aventuré a responder lo que por mi mente pasara con respecto al tema, que no era mucho, pero continué la conversación. Nunca me imaginé que de esa pequeña semilla, que parecía tan estéril como la tierra del desierto, pudieran nacer tantos temas de conversación agradables. Me encantaba que ella apreciara los días lluviosos tanto como yo.
Luego de una hora de aquél excelso diálogo, y de haber bebido un café nuevo —esta vez caliente—, debí irme. Con una sincera disculpa interrumpí la conversación y me paré de la silla. Me sentí un poco desilusionado porque al hacerlo ella volvió a su aparente falta de interés en todo lo demás. ¿Será que luego de tanta cháchara no le parecí interesante?
Saludé a Mary, la camarera, dándole la propina que merecía, y me volví a devolver la silla a su sitio. Cuando subo la mirada la encuentro a mi lado mirándome fijamente; de haber sido otra persona quien hiciera eso, seguro me asustaría.
—Llámame, me gustaría. — Me dice luego de darme su número en un pequeño papel lleno de café. Y luego procedió a darme un sutil beso en la mejilla.
—Lo haré. —Respondí nervioso y un poco atontado.
Nunca me esperé eso. ¡Qué muchacha tan misteriosa! Me atraía como nunca, y podría llegar a decir que incluso me gustaba. Salí de la tienda con una expresión de confusión y alegría. Desde algún lugar de la calle comenzó a sonar una canción que, convenientemente, era una de mis favoritas. La sonrisa que se escapó de mi cara luego de dar unos cuantos pasos era inigualable, la sensación que tenía en mi cuerpo variaba entre una satisfacción sublime, un nerviosismo que no supe entender y, por supuesto, las mariposas.
De repente todo parece desplomarse y empieza a ponerse oscuro. Ya no siento nada de lo que sentía, ahora siento preocupación. Y mi cuerpo me pesa. ¿Qué está pasando?
Golpeo la alarma con todas mis fuerzas. Creo que ya esa canción no será una de las que más me agraden, al menos por un buen tiempo. Mi estómago está revuelto y mi mente destruida por la ilusión que ella misma creó, y hoy debo caminar con ese peso en mi mente. Debo terminar de despertar, pues mi día apenas comienza.
Qué hermosa aquella figura inexistente.
Extraño un par de ojos que no brillan, un perfume que no huele y una boca que no siente.