lunes, 16 de junio de 2014

Aquí irá el título de este escrito, cuando lo tenga.

A falta de analgésicos, música.
A falta de libertad, imaginación.
A falta de imaginación, libertad.
A falta de sentimientos, experiencias nuevas
A falta de novedades, caminatas sin rumbo.
A falta de pensamientos, cambio de ángulos.
A falta de belleza, días grises.
A falta de grandeza, el pasado.

Y cuando creas que no te falta nada,
Siempre hay algo más que buscar,
Porque lo desconocido es infinito,
Lo conocido es poco,
Pero conocer es sublime.

Conoce.

Simplicidad.

Somos una gran discusión de hebras retorcidas y enredadas, sumergidas en un mar de vida y muerte; de creación y destrucción, de cambios, de giros bruscos. Somos humanos, y por dentro somos tan complicados como la mente de un gran artista. Me aventuro a decir que somos una obra de arte.

Pero las obras de arte siempre proyectan algo simple: una imagen, un motivo, a pesar de llevar tantos sentimientos, intenciones, historias y pinceladas que bien pudieron haberse resbalado entre lágrimas, o saltado entre cantos de felicidad. Lo que está debajo de nuestra superficie es una gran ciudad, dinámica y turbia. Y sin embargo, llegado el momento, nos reducimos a nada; nos desnudamos y nos volvemos puros.

En esos momentos nada importa. Ignoramos aquellas joyas que colocamos en nuestro cuerpo a la espera de que ojos inexperimentados vean su brillo, sin saber que quienes sí saben ver aprecian la belleza hasta en su más mínima expresión; aquella belleza desarreglada, recién despertada y vistiendo pijamas. 

Es la simplicidad lo que la eleva hasta más allá de las estrellas. La piel tersa, caliente y viva. Las mejillas reflejando el ferviente rojo de nuestro corazón. Nuestros labios recorriendo cada extremo del planeta con su sonrisa. Y nuestra mirada perdida entre el ocaso del cielo y la línea del horizonte.  No hace falta más nada, y nunca ha faltado.

¿O es que acaso no nacemos puros?
La naturaleza tiene demasiada belleza contenida en ella como para que el humano se atreva a querer crear una propia para suplir la falta. Como si faltara de eso en este mundo.

Vamos, que sí es posible apreciar las cosas hermosas, incluso cuando están despeinadas.

domingo, 8 de junio de 2014

¿Desilusiones?

Hacía un día extraordinario afuera, aunque los reporteros del clima no dirían lo mismo. El frío arropaba cada centímetro de mi piel y me hacía sentir en una cúpula de comodidad. El metal del cielo hacía que cada objeto proyectara una sombra tenue, casi artística.

Este clima me encantaba, y sin embargo me sentía incómodo.


Luego de quince minutos después de que la camarera me entregara mi café, éste no se había movido ni un centímetro. Pasó de humear de una manera que casi igualaba a las nubes del cielo a ser un lago marrón en medio de mi mesa. Aquella mujer seguía sentada, observando por la ventana la infinidad de las gotas, y el mundo que reflejaban. Su mirada parecía perdida, pero creo que éso es lo que aseguraría una persona que no sabe ver la belleza de las cosas, hasta las más mínimas.

Sólo si ella supiera que no sólo las gotas reflejan un mundo hermoso. Ella parecía reflejar todo eso y más. 
Al menos eso me parecía a mí.

Son muy pocas las veces, en la vida de alguien, en que una persona totalmente desconocida y extraña puede provocar ese tipo de sentimientos. La belleza de su rostro, la suavidad de su postura y lo sublime, humilde y sincero de su mirada hacían en mi estómago un revoloteo de mariposas y en el pulso de mi corazón unas ganas inmensas de que mis latidos le pertenecieran.

Aunque sea una desconocida, —puede ser todo lo contrario de lo que pienso— algo me dice que estoy en lo correcto.

Luego de quince minutos más de una meditación infinita, de ejercicios mentales orientados a no estropear el momento a venir, me decidí. Debía hablarle, debía interceptar su mirada infinita y dirigirla a mis ojos. Tenía que hacerlo, sino mi propia mente no me dejaría tranquilo.

Me armé de valor y me despojé de la —sinceramente ridícula— silla de la cafetería, y caminé hasta ella. Se encontraba a unas tres mesas de distancia, con la cabeza tan cerca de los ventanales del local que pareciera que estuviera apoyada en las gotas de agua. Finalmente me acerco a ella.

—Eh, hola. Normalmente no hago esto, pero quisiera sentarme contigo. — Le dije sin más.

Esas fueron mis palabras, creo que fue la peor línea que pude haber aplicado para sentarme en la misma mesa que una hermosa mujer ocupa. Sin embargo su reacción fue inesperada. Sin cruzar a la línea del desinterés, dejó de mirar la lluvia, para darme una leve sonrisa y darme permiso para tomar asiento. Antes de que tuviera tiempo de responder ya ella había volteado a apreciar la ciudad, que pasada la tormenta, volvía a sus actividades cotidianas.

—Nunca he entendido por qué le dicen «mal clima», a mí me parece hermoso. —Balbuceó ella.

Me aventuré a responder lo que por mi mente pasara con respecto al tema, que no era mucho, pero continué la conversación. Nunca me imaginé que de esa pequeña semilla, que parecía tan estéril como la tierra del desierto, pudieran nacer tantos temas de conversación agradables. Me encantaba que ella apreciara los días lluviosos tanto como yo.

Luego de una hora de aquél excelso diálogo, y de haber bebido un café nuevo —esta vez caliente—, debí irme. Con una sincera disculpa interrumpí la conversación y me paré de la silla. Me sentí un poco desilusionado porque al hacerlo ella volvió a su aparente falta de interés en todo lo demás. ¿Será que luego de tanta cháchara no le parecí interesante? 

Saludé a Mary, la camarera, dándole la propina que merecía, y me volví a devolver la silla a su sitio. Cuando subo la mirada la encuentro a mi lado mirándome fijamente; de haber sido otra persona quien hiciera eso, seguro me asustaría. 

—Llámame, me gustaría. — Me dice luego de darme su número en un pequeño papel lleno de café. Y luego procedió a darme un sutil beso en la mejilla.
—Lo haré. —Respondí nervioso y un poco atontado.

Nunca me esperé eso. ¡Qué muchacha tan misteriosa! Me atraía como nunca, y podría llegar a decir que incluso me gustaba. Salí de la tienda con una expresión de confusión y alegría. Desde algún lugar de la calle comenzó a sonar una canción que, convenientemente, era una de mis favoritas. La sonrisa que se escapó de mi cara luego de dar unos cuantos pasos era inigualable, la sensación que tenía en mi cuerpo variaba entre una satisfacción sublime, un nerviosismo que no supe entender y, por supuesto, las mariposas.

De repente todo parece desplomarse y empieza a ponerse oscuro. Ya no siento nada de lo que sentía, ahora siento preocupación. Y mi cuerpo me pesa. ¿Qué está pasando?

Golpeo la alarma con todas mis fuerzas. Creo que ya esa canción no será una de las que más me agraden, al menos por un buen tiempo. Mi estómago está revuelto y mi mente destruida por la ilusión que ella misma creó, y hoy debo caminar con ese peso en mi mente. Debo terminar de despertar, pues mi día apenas comienza.

Qué hermosa aquella figura inexistente. 
Extraño un par de ojos que no brillan, un perfume que no huele y una boca que no siente.

viernes, 6 de junio de 2014

El violín

Han pasado varias semanas desde que mi violín se movió por última vez de su elegante, pero relegado descanso. Aún no logro divisar si ha recibido algún daño, pues las largas y furtivas miradas que ocasionalmente dirijo hacia él son como pesas, una encima de otra.

Él ha sido más que un simple instrumento, ha sido un transbordador al espacio y a la vez ha sido el mismísimo Virgilio, listo para darme un tour del infierno con lujo de detalles. Cada vez que lo miro mi mente desafía toda ley física y viaja en el tiempo en un abrir y cerrar de ojos, me traslada de nuevo a un pasado en el que más nunca podré estar desorientado; sé todos y cada uno de los desenlaces, y ya no habrá nuevos. 

Y ha pasado mucho tiempo desde que te fuiste, las melodías que, sin que yo pueda evitarlo, resuenan en mi cabeza me dejan un sabor a tu boca, la gastada madera de mi Violín me recuerdan vagamente a tus marrones ojos, lleno de tan perfectas formas que hacían que mi corazón ya no bombeara sangre, sino miel. Y las cuerdas, que una vez deslizaban vibraciones entre la bruma, me recuerdan a tu voz. 

¡Oh! Cómo aclaraba el ambiente tu voz, convertía mi mente en un apacible manojo de pensamientos, y le daba paz a mi respiración, con una inaudible melodía acompañada de ritmos en una clave desconocida, la del amor.

Hoy hace un lindo día afuera. Aún en tu lecho de muerte quisiste para mí lo mejor, como si tú no merecieras nada. Me dijiste que fuera feliz... Eso trato, créeme.  Conocí a una hermosa mujer hace una semana, con un temple agradable y un sentido del humor que le quita algunos matices de gris a mis días. Me recuerda vagamente a ti, sin embargo mi mirada permanece inexpresiva frente a mi deseo de sentir.

Desde que te fuiste, no siento, ya no uso mi franela azul; no quiero sentir.

Sin embargo, algo en estos últimos meses me ha hecho querer desempolvar mi otra extremidad, mi pedazo de alma. No ha emitido una melodía en cuatro años exactos.

No recordaba lo que se sentía acercarse a tu violín, y no imaginaba cómo me haría reaccionar hacer éso mismo luego de tantos años, y tantos recuerdos, endulzados con el manto del tiempo, y destruidos bajo la frívola mirada de la ausencia. Me quedo observando callado, sin ninguna expresión en mi rostro. Pareciese que en cualquier momento la estructura de madera tallada a mano explotaría en mil pedazos, y quinientos se quedarían en mi cuerpo.

A la hora que me decido sostenerlo la oscuridad ya ha invadido el ambiente, sinceramente me da igual. 

Nada se olvida, excepto por la grandeza que se siente al sostener tu instrumento. Sostienes tu alma con tus manos, y la manipulas para fabricar sublimes melodías que se confunden con el cantar de un ángel. Antes, tocar me sabía a nada, y esa nada tenía sabor a gloria. Llegaste, y junto a aquella estela llena de polvo de diamantes y aroma a flores, dejaste a tu paso una pasión desviada: tocar mi instrumento ya no era una emoción insípida, pero extraordinaria. Ahora era igual a ti, era hermoso.

Y una imagen, tu imagen, se planta en frente de mí, tan real como nunca. ¿Por qué no me sorprende? Veo tu calmada sonrisa y tu atenta mirada hacia mi ejecución y, aunque estoy consciente de que te habías ido hace mucho tiempo, sigo tocando, observo tus pupilas dilatarse al ritmo de los escalofríos de placer que te causan aquellas notas que desprendo. 

Por un momento que parece eterno tú eres mi tiempo; eres esa belleza que sale de las caricias que el arco le hace a las cuerdas; ahora cada sonido, cada vibración retumba y sólo escucho tu nombre. Te has convertido en la música. El universo entero y todas sus estrellas no se comparan con lo infinito que me siento aquí, rodeado entre notas finamente ejecutadas, lo soy todo, y no soy nada a la vez. Soy una energía vagando por el espacio con tu mano entre mis manos, tu rostro en mis ojos, y tu sonrisa en mi sonrisa.

Tú eres mi violín, tú eres la música, eso es mi alma.
Tú, mi amor, haces del aire una melodía que sostiene lo único que me queda: mi vida, así seas ahora sólo un dulce recuerdo.

Me doy cuenta de algo que nunca se pasó por mi destruida mente: ya no puedo dejarte ir, formas parte de mí y yo te pertenezco, siempre lo hice. Debo guardarte conmigo, llevarte colgada de mi cuello, tenerte reflejada en el rincón más hermoso de mis ojos y seguir adelante, contigo. Aún queda espacio en mi corazón, el cual llenaste, pero también agrandaste inmensamente. 

¿Dónde está mi franela azul?