domingo, 29 de noviembre de 2015

Soliloquio a susurros de un círculo vicioso andante.

Hoy pude dormir en mi cama.

Volvió a ser la almohada que siempre he usado, la manta con el olor a detergente de limón, las sábanas azules y la inconforme silueta de mi cuerpo marcada en el colchón. Ya no son tierras desconocidas, donde mis sueños corren peligro. Más bien, ahora puedo sentirme en casa; la oscuridad como mis paredes, mis pensamientos como techo.

Suelo pensar cada vez que me acuesto a dormir, y es lo más parecido a ser asediado por un ejército justo cuando tu imperio se derrumba desde dentro. Suelo volverme consciente de aquella falta de luz, de una nada, mientras miro hacia arriba, y poco a poco me deshago de cualquier amarra. Escribo notas mentales y, debo admitirlo, a veces se quedan ahí por mucho tiempo sin ser observadas.

Pero bien, uno de los pocos momentos en el que se es verdaderamente libre es cuando, sin esfuerzo, la mente se explora y se acomoda a sí misma.

El ser humano es capaz de reconstruirse de una forma asombrosa, y es algo que no logro comprender por completo; no llego más allá que decir "pues, sobrevivir es nuestro instinto, ¿no?", y tal vez esté en lo correcto. He visto espaldas tan dobladas por el peso que cargan que se asemejan a una tabla a punto de romper, pero nunca ocurre. Nunca veo astillas. Unas semanas más tarde vuelven a yacer erguidas sobre las piernas y bajo la cabeza de alguien. Sobrevivieron.

Repito, es asombroso.

Habían días en los que me preguntaba por qué escuchaba la mía resquebrajarse a cada momento, como un miserable pedazo de madera podrida bajo los pies de alguien. Como si no fuera humano ni me correspondiese vivir. Sentía toda la vida apoyada sobre mi sien y mis hombros, y detrás de mí, una voz comandándome que caminara. "No puedes parar. No puedes parar." Mis músculos se ataban unos con otros, mi rostro palidecía constantemente, mis pies se arrastraban en contra de mi voluntad... Podría seguir nombrando cosas por horas. De pronto mi hogar parecía ser otro, mis bolsillos estaban llenos de las pertenencias de un desconocido. Las caras de mis amigos y de mi esposa se desvanecían, y la rutina se volvía gris. Aún más gris.

De pronto, como si cada pieza terminara de desacomodarse, dejaba de pensar al acostarme en mi cama.

Tuve que llegar hasta ese punto. Caer con todo el ímpetu que me da la gravedad y sufrir el golpe, para saber lo insoportable que es el dolor y huir de él. No sé cómo ocurre; no sé cómo funciona aquél proceso de entalpía inconsciente que supone el reconstruirse uno mismo, pero sí me doy cuenta de que estamos en eso constantemente. Lo hacen ellos, los sobrevivientes, y lo hago yo, otro más.

Somos un cliché andante. "Tocar fondo para poder subir..."
Damos risa.

Insisto, no sé cómo demonios pasó, ni confío en que ya acabó ese ciclo; tal vez sea sólo el comienzo de algo aún peor.


Isabel duerme en su lado del colchón mientras coloco el despertador a las 7:30 AM. La luna está por ahí, deseando ser vista, pero oculta por las nubes, que conservan el frío de la noche a nuestro alrededor. El silencio es interrumpido por el zumbido de la autopista a lo lejos, pero no lo suficiente como para desmoronar la paz que reinaba. Rodeo a mi esposa con mis brazos. Insisto en acompañarla en su plácido sueño.

Y bien, hoy pude reconocer el olor de su cabello, otra vez.
Hoy pude dormir en mi cama.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Metro.

Me aterra mirar hacia atrás.

Las fotografías quedan inmóviles, las canciones siguen sonando aunque pasen los años, los días siguen pasando, el clima cambiando… El mundo sigue adelante, como si nada ocurriese, hace caso omiso de tu presencia, y tus preocupaciones. Pero los rostros cambian, el tiempo hace de las suyas e impregna arrugas en ellos, destruye relaciones, crea nuevas, corta tu alma en dos y la vuelve a juntar en una sola pieza. Te deja cicatrices nuevas a la par que te difumina otras.

Quisiera poder hablar del tiempo como si lo conociese, pero tan sólo es para mí aquella especie de relación que se limita sólo a una denominación y un entendimiento básico del otro. Aunque quién sabe, tal vez él, en su perseverante erudición, me conoce tanto como puedo identificar yo las marcas de la palma de mi mano.


Las líneas continuas que formaban los rieles del metro atajaron la mirada de John una vez más, haciendo el amago de una rutina no declarada. A las cinco y cincuenta de la mañana el sol se asomaba al tope de una colina, descubriendo parte por parte la ciudad, despertándola gradualmente.

Sus ojos recorrían el metal desde un extremo al otro. Cada raya donde las ruedas se apoyaban, el óxido en su base, las deformaciones justo donde los vagones se detenían, y el reflejo del techo en él. Su mente vagaba en aquella estación elevada mientras sus brazos se entumecían en un frío de invierno que no se aquejaba ante su presencia, y aunque estuviesen guardados en los amplios bolsillos de su abrigo, sabía que también ahí pasaba el tiempo. Pasaba ahí, en ese refugio de tela gruesa, pasaba en su apartamento, aunque quedara a quince cuadras y tuviese otra estación más cerca, y pasaba donde se encontraba él. «Omnipresente, y omnipotente», pensaba, «hasta las vías de tren lo sufren».

Cuando Lena falleció lo había hecho en paz, al menos en su mente. Es que al decidir morir ya se han aceptado las circunstancias, porque no hay más remedio, y tan sólo se entrega a ello sin mucho problema. Para ella el mundo no existió cuando se dejó caer en aquél surco, un instante antes de que el tren pasara; no existía John, no estaba la multitud en las plataformas, no sonaban los anuncios de la línea, ni el televisor del guardia en la caseta de seguridad. Aunque la tierra sí hizo caso a su presencia a punto de finalizar, siquiera por un momento. Tal vez el café de alguien, en algún lugar, se estremeció un instante de segundo.

Luego todo siguió su curso. Se removió su cadáver, se publicó la noticia en los periódicos locales, y a las pocas horas se reabrió el metro.

O casi todo, he de corregir. John pareció quedar varado en ese momento en el que se pronunciaban las palabras que hacían de mensajeras de su muerte, y en aquél lugar en el que ella había apagado su propia luz. Bloqueó el camino hacia el pasado en su cerebro y ahora despertaba una hora antes para recorrer quince cuadras, pasando avenidas transitadas y una que otra cafetería donde se leía el menú del desayuno, sólo para aferrarse a algo tan dañino.

Como acercándose un poco más a ella.

Al otro lado del andén se escuchó un atisbo de refunfuño seguido de un revoloteo de palabras, lo que usualmente le indicaba a John que el tren estaba cerca. Su ensimismamiento fue finalmente interrumpido por el llamado en los altavoces, que con la edad ya reflejaban el desgaste en su sonido. «Ruta A6, siguiente parada San José». Miró hacia un lado y acercó su maleta hacia el frente de su cuerpo.

Ese lunes el cielo empezaba a atiborrarse de nubes y la temperatura había permanecido plácida desde la noche. Los pájaros se movían en bandadas lejos de ellas preparándose para un día de lluvias, y John los observaba desde la estación con un interés gastado. Entró al vagón y se quedó viendo hacia afuera, tras las rayadas ventanas. Nuevamente fue un sonido el que interrumpió su abstracción.

—Hace un lindo día, ¿eh?

John hizo caso omiso del rostro de donde emanaban esas palabras y simplemente asintió sin desviar la mirada. Una frase más del anciano bastó para que se volviera hacia él y observara sus facciones arrastradas y su inatajable mirada. El viejo jugueteaba con un llavero en su mano libre y llevaba una camisa, suelta en el pantalón, y un bolso de lado. Sonrió por cortesía y respondió sin mucha intención. “Debería quedarse así todos los días.”

El señor sin mucho esfuerzo entendió la seña y se ahorró las palabras.

Al día siguiente cerraba la puerta de su casa, como un reloj, a las cuatro y cincuenta de la mañana. Como dictaba su rutina se lanzó a recorrer las quince cuadras, cabizbajo, sólo mirando de soslayo los anuncios en las cafeterías y las personas que pasaban. Subió los treinta y cinco escalones hasta la estación de la línea A en la carrera 13 y se paró en el andén, a diez metros de la escalera, como siempre solía hacer. Por encima de los vidrios del techado del lugar se observaba el turquesa de un cielo despejado a comienzos de jornada.

—Creo que no todo pasa como debería. Ciertamente las nubes le hacen algo especial al clima.
Y nuevamente el señor se encontraba a su lado mirando en la misma dirección que la suya. John volteó a verle la cara otra vez, y esta vez hizo más placentero el ambiente.

—Creo que usted hoy tiene la razón. En ambas cosas, realmente. Esperemos que el cielo me escuche la próxima vez y deje las nubes ahí. ¿Usted fue quien comentó algo parecido en el vagón, cierto?

—Oh, sí, sí, perdona la mala educación. Irrumpí groseramente en tu calma ese otro día. Giovanni Pisotti.

—John Adams. Un gusto. No se preocupe— Le otorgó la cortesía John.

Y por primera vez en siete meses le dirigía más de cinco palabras a una persona en su trayecto al trabajo. El anciano estilaba una vestimenta parecida al otro día, con la salvedad de que su bolso ahora estaba orientado hacia otro lado, el llavero seguía en su mano y su juguetear era constante. Al entrar al vagón ambos consiguieron asientos disponibles y se dieron la mano antes de seguir con la conversación, la cual casi hace que se olvidara de su parada y siguiera de largo.

Está de más decir que su rutina se expandió con un elemento más en su franquicia. Aquél viejo que lucía un paradójico desdeño con elegancia se hizo parte de su día a día y entrenó las cuerdas vocales de John para las mañanas. Pero aunque pareciera obvio que se iría, el mismo sentimiento de dañino apego hacia aquél lugar no abandonó su mente y su cabeza siguió mirando hacia la acera en todo el trayecto. Podía estar completamente nublado, parcialmente cubierto o totalmente despejado y él sólo se daría cuenta cuando llegara a la estación y mirara a través del cristal que se posaba por encima de él; luego se lo comentaría a Giovanni, y cada quién seguiría su camino en su estación.

Al menos su estadía en la estación comenzó a tener un sabor distinto, y tenía algo que esperar al llegar ahí.

Dos semanas habían pasado y el clima seguía con su misma cantaleta. Dos días de nubes y tres días de sol, luego se repetía el ciclo, y aquello era comentado por ambos en el andén de la estación de la línea A en la carrera 13, alrededor de las cinco y cincuenta de la mañana, cuando aún no había mucha luz, pero tampoco faltaba. John comenzó a notar que el anciano ya no saludaba con la misma energía que antes, y que su pequeño saco parecía menos lleno que siempre. Las conversaciones seguían igual de interesantes, pero la carrasposa voz del señor no denotaba su usual entusiasmo.

Un día las manos de Giovanni permanecían quietas en su lugar y el llavero descansaba en su bolsillo a la expectativa de que jugaran con él, pero en todo el trayecto no lo tocó. Al otro día se le vio luciendo un suéter incluso dentro de la estación, que contaba con calefacción, y luego al siguiente sólo una franela desarreglada. Sus ojos se rodeaban por ojeras y su expresión yacía lánguida hacia la ventana a la par que hablaba con su compañero de viaje, y su voz se apagaba cada vez más. John no pudo evitar notar cada detalle del anciano y más de una vez preguntó qué le ocurría, sin obtener respuesta.

Bastó un mes para que John subiera los treinta y cinco escalones de la estación de la línea A en la carrera 13 y llegara al andén, esta vez sin la presencia del anciano. Sus ojos recorrían el lugar en búsqueda de la característica calva de Giovanni, sin resultados. Cinco trenes pasaron y no apareció. Las siete se hicieron, y no, no apareció.

De hecho, más nunca lo hizo.


No pude sino notar la ausencia de Giovanni al segundo día después de su desaparición, y espero que me lo crean, corrí asustado de aquél lugar con lágrimas en mis ojos. Tardé cinco minutos sólo en abrir la puerta de mi casa y apenas cinco segundos en cerrarla de golpe y dirigirme directo a mi cama. El trabajo no importaba, pues aquella estación se habría cobrado otra víctima y no la visitaría más nunca. Al día siguiente mis ojos recorrían las cercanías en búsqueda de su gran nariz y su despoblada cabellera, pero ya no lo veía.

Aunque quién sabe. A partir de ese momento mi vida volvió a ocurrirme a mí y no a ese John, el que subía treinta y cinco escalones en la estación de la línea A en la carrera 13. No sé cómo puedo recordar a Giovanni, pero un mal adjetivo no se pasa por mi mente. Descubrí que podía salirme de esa vía por la que me sentía atrapado, descubrí que abrieron dos cafeterías, un McDonald’s y una tienda de repuestos por la calle que siempre tomaba, y que podía subir veinte escalones en la estación de la línea A en la carrera 22, a dos cuadras de mi casa, en vez de treinta y cinco. Y pude perder el miedo, finalmente, a mirar hacia atrás. Mirar a Lena, mirar a Giovanni.

Y además, ahora no me cansaría tanto de subida.