lunes, 8 de junio de 2015

Levemente incandescente luz blanquecina de la luna.

Me había despertado de golpe luego de una sucesión de imágenes que ya no se atrevían a definirse. Sobre mi cuerpo rondaba una sensación que se asemejaba al estar anestesiado, como si aquél sueño me hubiese truncado la capacidad de pensar claramente, y de estar en todos mis sentidos. La luna se asomaba tenue entre las nubes, y le daba a todo una incandescencia que sólo se notaba con el rabillo del ojo, el reloj indicaba las tres treinta de la mañana, y por la ventana se colaba un viento frío que mi piel aletargada no terminaba de sentir. La cortina se movía y daba paso, con intermitencia, a la luz de la luna; y de vez en cuando el poste de la calle volvía a encenderse en su afán rebelde de no cumplir su función correctamente, y le quitaba el solemne protagonismo que parecía tener esa noche, como si compitieran.

Isabel aún dormía y detrás del cabello que cubría sus ojos parecía haber una colección de acontecimientos tumultuosos, buscando acompañándome a tener una noche insufrible. Con dificultad moví mi brazo y lo acerqué a su cabello para descubrir su cara. La observé por unos minutos.



Qué innatural es la forma que describe este césped, toda una cuadrícula perfecta y decidida a dejar claro un argumento rígido en una noche maleable. Cada paso que tomo va dejando una marca que desaparece a los minutos, como si un niño pisase por mí, y el asfalto parece haberse concertado con la noche. 

No sé por qué caminé tanto tiempo, y sin rumbo, pero la iluminación de ese poste emanaba en mí la sensación más parecida a la que me provocaba la luz del día en esos momentos. 

Pero debe ser el sueño, pues las imágenes en mi mente siguen borrosas.



Me había tomado la molestia de caminar con tal cuidado que ni las escaleras hicieron protesta con su rechinar, en mi presencia. El aire tenía una sensación diferente esa noche; era espeso y daba una impresión de parálisis inherente que creo no haber experimentado nunca. Mi padre solía decir que el ambiente, en su afán por complacer a la mente, se arreglaba cuidadosamente para cumplir su pedido, y luego agregaba, corrigiendo su intentona de sabiduría, que tal vez, sólo tal vez, el asunto era al revés y la mente se hacía esclava de la atmósfera que reinaba.

Al abrir la nevera el eco de la cocina imitaba el sonido que se suponía iba a hacer cuando la cerrara. No podía evitar sentir que algo me observaba en el medio de ese estar oscuro y silencioso, y que hacía que mi mente vagase, en momentánea distracción de aquél miedo infundado, preguntándose lo conveniente que habría sido una noche sin ese sueño. Abrí la puerta principal y observé las ventanas de las otras casas; tal vez yo estaría aún durmiendo y este aire no se metería debajo de mi piel. Caminé.



Me quedé distraído unos minutos viendo cómo titilaba el pequeño anuncio de neón de la cafetería. Se leía "abierto" por una muy pequeña fracción de segundo, luego oscuridad; luego, a los cinco segundos, el ciclo se repetía. Me acerqué al ventanal e intenté ver el reflejo de mi cara, pero la oscuridad logró vencer incluso al destello que dejaba con capricho la señal de neón. Di unos pasos hacia atrás, mientras pasaba un carro con la misma paciencia que la noche.

Sólo cuando me acerqué a la puerta del establecimiento es que estuve completamente consciente de que estaba descalzo. Había recorrido cinco cuadras y media sin un par de zapatos.



Mis pies se habían humedecido y, aunque mis ojos llevaban un tiempo considerable habiéndose ajustado a la oscuridad que me propinaban las nubes luego de tapar a la luna, no lograba ver de qué estaba llena la alfombra de la entrada. Me acerqué al vidrio, en un intento de estar en un lugar más oscuro para ver con más claridad. Mi frente en el guión que separaba la hora que abría y cerraba la cafetería. No logré ver nada.

Apenas me alejaba del ventanal se presentó ante mí la fuente de aquél líquido, y quedé paralizado. Un cuerpo yacía tras la puerta principal del sitio y la sangre se había filtrado por debajo de ella. Mi respiración se agitó, y aquella pesadez del aire hizo que perdiera el aliento con rapidez. Perdía la compostura a la par que el aire.

No puedo decir, al contar esto, que actué con toda sensatez. Acto seguido a aquél ataque de pánico mi primer instinto fue romper el vidrio para abrir la puerta. Cristal y manos destrozados; la alarma empezó a sonar. Me acerqué al cuerpo con la expectativa de una señal de vida, pero estaba frío y con la tez blanquecina.  En medio de aquella perplejidad, la noche se atrevió a orquestar la entrega de otra sorpresa. El sonido de la alarma desapareció, dejé de notar mis rodillas ensangrentadas, y empecé a temblar. 

En el rostro de aquello que fue un ser y ahora es un objeto inanimado con el estampado de su expresión justo antes de morir, no podía observar otras facciones sino las mías. Desesperadamente intenté tocar mi cara, pero mis manos estaban adormecidas. Todo el humor del ambiente parecía haberse transferido hacia mi cuerpo, y dejé de sentir. Convirtióse mi cuerpo en una cáscara vacía y pesada que ahora imitaba a la atmósfera de mi casa, en la que mi amada aún seguía soñando. Y yo, ahora, parecía estar atascado en este momento, esta madrugada, esta cafetería, y este clima, de por vida.

O de por muerte.

Desorientado me volví a la entrada. Ya sin sorpresa noté que no había ventana rota, no había ruido de alarma. Sólo yo y mi cadáver frío.

viernes, 5 de junio de 2015

Ensayo sobre los miles de yo.

Me gusta pensar del muro de Berlín como alguna alegoría accidental —o, tal vez, no tan accidental— a la mente humana, y todo lo que ocurre en ella. Dejando de lado detalles socio-políticos muy específicos, pues, ni hablar del hecho histórico con precisión ni ser un ensayo acerca de él es el objetivo de este escrito, puedo ponerme a elucubrar y unir puntos que tal vez sean imaginarios, pero concuerdan con la visión que a veces ensamblo del universo.

Berlín del este, Berlín del Oeste. Hemisferio derecho, hemisferio izquierdo.

Bien. Solemos entrar en discusiones arduas con nosotros mismos, y lo único que impide que nos molestemos al punto de odiarnos e, incluso, cometer agresión física, es el hecho de que somos, precisamente, nosotros mismos, y generalmente al menos un vestigio de preservación de nuestra integridad queda presente como para evitar hacernos sentir lo que ya odiamos sentir.

Dentro de nuestro meollo cualquier espectador, sin percatarse de nuestra circunstancia de «singularidad», podría pensar que somos muchas personas discutiendo en un mismo cuarto. Con frecuencia me encuentro en una situación de discrepancia respecto a un solo tema y, casi sin excepción, sigue resonando en mi mente la pregunta: ¿por qué, si soy un solo ser, no puedo ponerme de acuerdo ni conmigo mismo? La imagen de aquél muro entonces se coloca en silencio en mis pensamientos, cual símbolo de bandos en disputa,  y es aquí donde aparecen y se unen, simultáneamente, esos puntos.

Si tuviera que hablar de cada persona que está viva en esta tierra, se me iría toda la vida en ello y aún no habría cubierto un cuarto de lo que debí decir. Cada ser vivo es un entramado de experiencias, genes, entornos, cultura, y crianza variadas, lo que hace inevitable que existan discusiones entre ellos; puntos de vista distintos, opiniones distintas.

¿Y si, tal vez, cada experiencia forma un nuevo «ser» dentro de nosotros mismos?

Si cada miedo es un grito de nuestros yo en el momento que nacieron, como una especie de foto animada que intenta probar su punto por miedo a que exista un espejo que le revele su dolor, el asunto cobraría más sentido. Podríamos hablar de nosotros como una variada multitud con una cosa en común: su objetivo. Alguno de ellos, dependiendo de sus cicatrices, mostrarán más pasión que otros, y su grito será ensordecedor. 

Algunos te paralizarán. Otros serán los que, con su llanto, te hacen llorar a ti; o los que te muestran fotos de su felicidad, y te la contagian.

Si es así, aquellos abuelos que viven en paz, con una sonrisa en su rostro, son la cosa más digna de admirar. Ellos tienen toda una humanidad dentro de sí, y lograron callarlos, calmarlos y, más importante, llegar a un consenso.

Y, por si te lo preguntas. No, ni sobre esto tengo uno.