sábado, 9 de mayo de 2015

La extraña coincidencia en un puente arqueado.

Hacía unos días me había despertado jadeando y lleno de sudor. El sueño que tuve ese día fue especialmente angustioso, y luego de eso nada pudo remediar el efecto de haberme parado de esa manera a las cuatro de la mañana. Había estado teniendo buenos momentos luego de haberme mudado aquí; todo iba viento en popa, aunque cambiar mi rutina a una más fuerte y ocupada hizo de las suyas. 

Vivía a unas cuadras de un supermercado y de la estación de metro de la ochenta. El festival de luces que me propinaban los edificios, los postes y los carros se hacía presente de manera progresiva cada vez que regresaba a mi apartamento; en los días lluviosos se hacía majestuoso. El atardecer azul y las nubes hacían de escenario para cada uno de esos pequeños espectáculos. Ese día, aparte de las diligencias que me quitaron todo un día de productividad, había tomado un rápido desvío para comprar lo necesario para la semana, e iba de vuelta a mi hogar, sin una sola distracción. Con el pasar del tiempo había desarrollado un ensimismamiento que no había visto antes en mí, y mi habla se había hecho casi nula, puesto que era un recién llegado a este lugar. Sólo conocía a unos pocos.

—Hoy no escuché tu música a todo volumen— Abría Ana la puerta que estaba justo enfrente a la de mi apartamento.
—Pues hoy no estuve en mi casa todo el día, Ana— Dije con un tono burlón. Sabía que le molestaba algo la música, pero también que estaba feliz de dejarme quieto, ya que era lo poco que tenía ahí.
—Cómo era de obvio. Tenía que ser por eso.

Luego de sonreír a medias se despidió y cerró la reja. Yo entré en mi casa. Resonaba el eco de un apartamento lleno de sólo uno que otro mueble. El sonar de pasos mudos y bolsas doblándose. Lancé las llaves y me quité los zapatos. Saqué de mi bolso mi pasaporte; desde hoy a las tres de la tarde se leía "residente" en la página de la visa. Con una leve sonrisa en mi cara me dí cuenta del alivio que esa simple palabra significaba.

Interrumpí el retumbar alejado de los carros, los vagones del metro y el viento citadino mezclados en uno solo, y puse mi música a todo volumen.

Francamente, no sé si lo hacía para molestar a Ana o porque simplemente eso era lo necesario para matar el sentimiento de la soledad, pero sólo lo hice. Acostumbraba quedarme viendo por la ventana la silueta de la ciudad. A lo lejos se veía este puente arqueado e iluminado que, en las noches, llamaba mi atención. Más allá las casas de los adinerados se asomaban en la parte alta de la montaña. Quizás uno de ellos está viendo hacia acá, asomado en los grandes ventanales de su hogar. Sonó el timbre.

—Por amor a cristo, no necesitas destruirte los oídos. Bájale a eso. Y abre, tengo cervezas— Vi el rostro de Ana. Mi cara de extrañado se notaba aún detrás de la reja.
—Sé que eres algo desagradable, pero suponía que tienes amigos y beberías cerveza con ellos, Ana— Podía bromear con ella en esta especie de odio mutuo y satírico.
—Cállate, ¿quieres?— Dijo mientras yo reía— Vamos a celebrar tu residencia. Abre, antes de que me arrepienta.
—Wow. Y eso lo sabes, ¿cómo?
—La conserje.
—La conserje— Repetí y reímos casi en coro— Claro. Entra.



Luego de esos dos meses de soledad extrema por fin bebía unas cervezas en plan de reunión social. No sabía la joya de vecina que tenía hasta después de ese momento. Supongo que cada uno de los días que pasaba completamente a solas se apilaron para hacerme un poco más asocial. Pero bien, pude consumir unas cuantas botellas. La conversación, con silencios ocasionales, fluyó sin muchos problemas. Y bien, puedo decir que extrañaba aquella facilidad para hablar.

—¿Ves aquél puente, Ana?— Pude decirle mascullando un poco las palabras. Estaba algo ebrio.
—Ah. ¿El iluminado?
—Sí.
—Sí, lo veo. En ese puente se suicidó mi padre— Me quedé mirándola algo aterrorizado. Frente a su respuesta tan repentina, simplemente no sabía qué pensar acerca de ello.
—Supongo que acabo de descubrir mi talento para que me gusten lugares trágicos, ¿ah? Bien. No lo sé, desde que llegué aquí me ha llamado la atención.
—Tal vez los dos tienen el mismo gusto retorcido. A veces lo odio un poco por habernos hecho eso.
—Bien, no le excusaré el hecho de haberse quitado la vida. Pero, tal vez fue ese el lugar que más agrado tenía para él. Algo tuvo que significar.
—Sólo sé que no he podido pasar cerca de ese puente sin sentirme mal— Bebió un sorbo grande de su cerveza.



Todos los días, luego de salir de la universidad, tomaba el metro, hacía trasbordo y seguía hacia el norte de la ciudad; hacia mi trabajo. Todos los días pasaba alrededor de cuarenta minutos viendo los edificios, árboles y uno que otro almacén gastado atravesarse entre mí y el paisaje de la ciudad. Algunas veces iba parado, otras sentado, viendo entrar y salir a cualquier tipo de personas. Mi rutina se repetía, dotada ahora de algo más de alivio.

Uno de esos días, el desvío correspondiente fue el puente.

Un río y una autopista pasaban debajo de él; uno al lado del otro. Estaba oscureciendo y las luces de colores comenzaban a adornar los arcos que lo soportaban. A medida que caminaba, me fue inevitable notar la peculiar cabellera de Ana, en el medio. Estaba mirando hacia el río. Algo turbado por la coincidencia, me paré a su lado y me apoyé en la baranda. Tenía ella los ojos hinchados.

—Si hubieses llegado quince minutos antes habrías visto cómo se reflejaba el sol en el río. 
—Ana. Estás aquí. 
—No me digas, Sherlock. Creo que ya sé por qué eligió este lugar, sabes.
—¿Aparte del reflejo? Imagino que por la cantidad de viento que tiene este lugar. Un loco pensaría que puede volar—Corté una risa, e hice una pausa. Hablaba un poco más con ella que con cualquier otro ser— Un hombre a punto de suicidarse podría pensar que el viento se llevaría todas sus preocupaciones, después de muerto— Dije, como segundo pensamiento.

Hubo un largo silencio. Ana parpadeó, una lágrima salió a un costado de su ojo.

—Sí. Ustedes dos son igual de retorcidos.
—Explícame.
—La carta que dejó. En un párrafo hablaba del viento.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Remitente y destinatario.

Siempre hay un destinatario a toda carta que te atreves a escribir. Y con ello quiero dejar claro que ese proceso no involucra el acto de ser enviado sino, más bien, la intención que queda oculta entre letras. Marca de agua en una hoja manchada de garabatos.

Toda carta ha de tener un destino, reitero. Deberá llegarle a alguien; un par de manos calientes y sorprendidas, o simplemente un buzón oculto en tu mente. Quién sabe.., tal vez a un personaje ficticio de la historia de los mil sueños, tal vez a tu amigo imaginario, tal vez a aquella mujer que viste en el pasillo de la universidad el otro día. De una u otra manera el ciclo será completado con éxito, y alguna parte de ti podrá descansar.

Y de tantas, aquellas cartas que nos enviamos a nosotros mismos. A los yo asustados, nerviosos y escondidos, porque cuando ellos más necesitan de alguien, aquí estamos para ayudarnos. A los yo enamorados y carentes de realidad, un poco de tierra en sus zapatos no estaría mal. Pasamos nuestra vida lanzándonos miles de pequeñas notas con un remitente y un destinatario, y cada una tiene un propósito.

Cada pensamiento; cada sentimiento. ¿Qué poético, no? Bien, es que es así. Existe una poesía barata detrás de todo esto, y sin embargo no deja de ser hermosa.

También osamos recibir correspondencias, aunque su remitente usualmente parezca estar escrito con una tinta que no llegó a mantenerse viva el tiempo suficiente. Recibimos recordatorios de vidas pasadas, o futuras. Leemos conversaciones que, sinceramente, no tenemos idea de dónde salieron, ni dónde comenzaron. Recibimos golpes por escrito, y silencios también.

Sí, silencios por escrito.

En ocasiones la muchacha del pasillo se queda leyendo aquella declaración de amor. Sonrisa desenfocada, tinta transparente. Es que, enfrentémoslo, probablemente esa carta no salga de tu mente. Otras veces, con un tono mudo que se transporta hacia tu mano, le escribimos a quienes ya no están, a quienes pudieron estar, o a quienes se quisieron ir. Puede que pidamos, a llantos, su regreso, o puede que queramos recordarles que nos va bastante bien, pero que nos iría mejor si su olor se paseara por nuestra nariz un minuto más. También le enviamos una carta a las posibilidades; le enviamos una carta a quien —o lo que— puede llegar a nuestras vidas. Dejamos por escrito su rostro, su sonrisa, sus bromas y su tono de voz, y lo bien que nos hace sentir. O bien, sólo describimos el atardecer y la silueta de las montañas en conjunto con el cuadriculado de luces que nos paralizaría.

Me aventuro, aunque sólo haya tenido la oportunidad de explorar mi mente, a decir que todos tenemos al menos una carta enviada. Y si alguien la ha abierto, al menos ahí dentro, detrás de tus ojos, en el tope de tu cuerpo, para algo ya cuenta.