Luego de cinco minutos del fin de aquél estruendo la mente se induce un estado de ebriedad intencional. El silencio del aire ahora es más ruidoso que el silencio del pensamiento. Las aguas se disfrazan de calma y sólo son un nuevo tipo de infierno más presentable; él deshace y hace a voluntad. Parece perverso, y de hecho, es el más necesario.
El raciocinio exagerado ha cesado su rugir; su pensamiento, para dar paso a un frío incómodo que no se sabe de donde viene. Sólo quedan preguntas que se presentan tímidamente en la puerta y pronto salen corriendo, aunque el eco de su vibrar queda flotando en el aire de esa laguna oscura y sin orillas. Repentinamente ese calor, aunque desgraciado, dotado de lucro, ha dejado de existir.
El detalle primordial: el hielo te quiebra, pero no destruye. Y el calor consume, dejando entrar y creando nuevos personajes.
Yace sin pensar, sin moverse, sin siquiera hacerle cosquillas al estómago. ¿Qué es lo que está planeando? Luego de presentar a la rutina frente a ella y arropar todas las dudas, ¿es que el desasosiego extraviado es mejor que una lágrima desvivida por su causa? Y entonces como una sucesión perversa la mente vuelve a añorar el sentir, la espalda erizada sin su manto y el deseo de que acabe. El cerebro conoce de locura, lo que mejor hace se repite a la espera de un resultado que lo satisfaga.
Pero es el equilibrio torpe que sólo ella sabe manejar. Es ella agregándole el elemento oportunista del alma y dándose un descanso, y luego echándola a un lado para arreglar su desorden, o para clasificarlo. Las modalidades de la agonía reflejadas en el desinterés y a la vez en ese afecto desmedido.
El señor infierno leva anclas para echarse a andar vestido con otro disfraz, vive de su faena. No se cansa.