El sol nace, nuevamente, alzado por su orgullo caluroso e intimidado por la autoridad de las nubes. Lentamente el rugir del ajetreo empieza a resonar, como un eco de días pasados. La rutina empieza a invadir cada inoportuno y desdichado lugar a donde debe ser recibida; abrazada con hipocresía, besada en la mejilla con la menor intención. Afortunados aquellos quienes la echan a un lado y buscan ese pedazo de oro que se esconde detrás de ella.
Desde lujosos personajes hasta los más modestos actores; desde bailarines a borrachos que no sólo arrastran sus pies. Todos caminan entre cráteres calientes, llenos de lava. Todos danzan la misma coreografía; unos torpemente, otros con elegancia.
Pero todos viven el mismo infierno.
Todos sonríen dentro de un caldero oscuro.
¿Cómo lo hacen?
¿Cómo lo hago?
Entre las grietas de las áridas tierras de esos infames nueve círculos de terror, con sorpresa, ocasionalmente observo el surgir de árboles majestuosos, que parecen lanzar infinitas pinceladas de sus mejores colores. La melodiosa armonía de las hojas golpeando unas a otras sin la menor preocupación despeja el ambiente, y por momentos pienso estar en el paraíso.
Y me quedo mirando, parado e inerte. El mundo se mueve a mi alrededor, siguiendo su camino; bailando su coreografía. No hay un espectáculo que pueda ver más veces que éste. Desde los pequeños detalles tallados con fuerza y hechos escultura; los ángeles convertidos en melodías que recorren los pasillos; las palabras de cariño que acarician el alma; las pasiones que nos acompañan hasta la muerte; las pinceladas de una mano drogada por los sentimientos; desde los atardeceres ajetreados, pero con una incesante tranquilidad, hasta la marcada figura de una sincera sonrisa.
De a momentos pierdo el sentido del espacio, olvido donde estoy. Desayuno fantasías y almuerzo felicidades. Dejo de vivir en ese infierno para revolcarme en el lodo sin la menor preocupación, como un niño pequeño.
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