domingo, 20 de julio de 2014

Carta a la difunta infinidad.

Sin duda el escrito más oscuro que he escrito. Mi imaginación no trabajó lo suficiente como para detallar mucho la historia. Creo que es más el estado emocional del protagonista hecha párrafos. De cualquier modo, aquí va:


Veinticinco días han pasado, y mi cama ha tenido una vida más interesante que la mía en ese tiempo, aunque sólo sostenga a un ser miserable. Un pequeño vestigio de luz se cuela entre las cortinas, y ya es suficiente para molestarme. La habitación sufre el taladrar de la oscuridad y el alcohol evaporado parece formar una nube invisible y densa que atrapa cada pensamiento racional que pueda provenir de mi mente.

Sólo hace un mes mi vida parecía ser un ejemplo para otros.
Ahora mi cara es tan neutral como el color de mi existencia; como ese gris que me persigue.
Y tú, mi pequeña, eres la única capaz de quitármelo de encima, pero no quieres que eso pase. No te culpo. Sé que mi cara te repugna, me lo demuestra tu reacción cada vez que me acerco a ti.

No te culpo.

¿Cómo algo tan sencillo puede empujarte y hacerte caer desde la cima del mundo hasta el suelo, tal vez más allá? 

Podrán decir lo que quieran. Cualquier palabra de apoyo será inútil. Fue mi culpa, y de más nadie.  Esa sonrisa hermosa y su mirada tierna y sincera ahora se ha esfumado. El rugir caluroso de su alma amainó súbitamente, todo gracias a mí. Ahora sólo queda el frío, siluetado por las lágrimas que se deslizan por mi rostro. 

Se ha ido. Logré que ella, quien desde su niñez no era más que un espléndido remolino de entusiasmo y alegría, me odiara. Su inexpresividad me acecha en cada esquina y temo que destruya su ser. Nos separan infinitos kilómetros de resentimiento acumulado y sazonado con las ansias de una nueva vida, lejos de mis abrazos, que sin yo saberlo se convirtieron en filosas cuchillas.

¿Qué hago para recuperarte? ¿Cómo sabrás lo inmensamente arrepentido que me siento sin que estés en mi mente y cuando, cada vez que me acerco, corres en dirección contraria a mí? 

Nada de ésto logrará su objetivo, ya lo creo, o al menos eso es lo que me dice el único espectador de mi desgracia. De a momentos me ha parecido que me habla, rompiendo el silencio de su penetrante mirada, sólo para empujarme más abajo en el suelo; tan abajo que ni yo mismo me podré ver.  Ya no te podré recuperar, y mi vida carece de sentido sabiendo que no me amas como antes lo hacías; como cuando pronunciabas la frase «te amo» torpemente, sin saber qué significaba y con una sonrisa adorable dibujada en tu rostro.

Te destruí y en el proceso me hice pedazos. ¿O fue al revés?

Sólo sé que con el silente espía de mi decaimiento clavado en mi estómago, por fin dejaré de escuchar. Ni mi llanto ni mis pensamientos resonarán.

Por fin, paz; trágica y deshonrosa, pero paz al fin.

lunes, 7 de julio de 2014

Entre infiernos decorados, una tienda de flores.

El sol nace, nuevamente, alzado por su orgullo caluroso e intimidado por la autoridad de las nubes. Lentamente el rugir del ajetreo empieza a resonar, como un eco de días pasados. La rutina empieza a invadir cada inoportuno y desdichado lugar a donde debe ser recibida; abrazada con hipocresía, besada en la mejilla con la menor intención. Afortunados aquellos quienes la echan a un lado y buscan ese pedazo de oro que se esconde detrás de ella.

Desde lujosos personajes hasta los más modestos actores; desde bailarines a borrachos que no sólo arrastran sus pies. Todos caminan entre cráteres calientes, llenos de lava. Todos danzan la misma coreografía; unos torpemente, otros con elegancia.

Pero todos viven el mismo infierno.
Todos sonríen dentro de un caldero oscuro.
¿Cómo lo hacen?
¿Cómo lo hago?

Entre las grietas de las áridas tierras de esos infames nueve círculos de terror, con sorpresa, ocasionalmente observo el surgir de árboles majestuosos, que parecen lanzar infinitas pinceladas de sus mejores colores. La melodiosa armonía de las hojas golpeando unas a otras sin la menor preocupación despeja el ambiente, y por momentos pienso estar en el paraíso. 

Y me quedo mirando, parado e inerte. El mundo se mueve a mi alrededor, siguiendo su camino; bailando su coreografía. No hay un espectáculo que pueda ver más veces que éste. Desde los pequeños detalles tallados con fuerza y hechos escultura; los ángeles convertidos en melodías que recorren los pasillos; las palabras de cariño que acarician el alma; las pasiones que nos acompañan hasta la muerte; las pinceladas de una mano drogada por los sentimientos; desde los atardeceres ajetreados, pero con una incesante tranquilidad, hasta la marcada figura de una sincera sonrisa.
De a momentos pierdo el sentido del espacio, olvido donde estoy. Desayuno fantasías y almuerzo felicidades. Dejo de vivir en ese infierno para revolcarme en el lodo sin la menor preocupación, como un niño pequeño.