sábado, 12 de diciembre de 2015

No.

Cuando los ojos se fijan en indeterminado acuerdo con otro par, el arroyo se ensordece y la luz del sol ya no quema. Aquél momento sirve para desmembrar cualquier preocupación y prevenir que camine, que te golpee, que te deshaga. Es efímero, pero suficiente.
Hay que ser perennemente como ese instante, como el loco enamorado. Hay que ser bote contra la corriente; una luz que brilla intensamente antes de apagarse, aunque falten mil años para que eso ocurra; roca por fuera y océano por dentro. Hay que dejar de ser lo que se es.
Incluso si ese otro par es el reflejo de ti mismo.
Y pensar que se vive bajo la tutela de la seguridad sin saber que son cuatro paredes sin techo, y sin hechos. Que el tiempo nos hace morisquetas en el auto que va delante, cuál burlón concepto, anunciando el final pero invitando a seguir. Que el zoológico parece más un universo entero cuando se ve a uno mismo encerrado en lo abrumador de la inmensidad.
Hay que dormir para despertar, no despertar para dormir. Hay que pensar un poco para, la verdad, saber que hay que dejar de pensar.