Cuando se camina, dos posibilidades siempre logran asomarse: la mirada se fija en un sitio que no parece existir, inmóvil y atrapada, o circula por tu alrededor, notando y dejando una firma en cada cosa que se le atraviesa. De cualquiera manera, una más retorcida que la otra, te encuentras absorto.
El día lentamente se ha tornado grisáceo. A cualquiera podría parecerle que una tonalidad sin sabor augura depresión, yo decido discernir, pues cumple un trabajo que ningún otro se toma el tiempo de cumplir. Cada cosa comienza a desprender de sí su propio color, con más intensidad; ellas mismas se resaltan y quedan enmarcadas en una publicidad discreta e ingeniosa gracias a las anfitrionas, las nubes.
He tenido que caminar cinco cuadras para poder llegar a mi destino: un simple trasbordo que hará que mi viaje continúe. Hoy, y por el resto de mi vida estoy de mochilero en un viaje que no tiene mucho sentido ni un fin preciso. Creo que algunos la llaman vida.
Pero ha sido en esos momentos en los que mi mente me empuja hacia el precipicio del sobreanálisis en los que he cometido errores. Ojalá las aceras en este lugar fueran perfectas: ni una sola grieta, ni un solo bache. De esa manera no tendría que estar tirado en el piso masajeando mi herida para que no duela tan intensamente. Y me llamarán loco, irónico, tal vez un poco cínico por permitirme hacerlo, pero en ese momento en el que mi rodilla duele de tal manera que en mi cabeza suena «pop, pop, pop» como un latido, me pregunto si habrá algo de humano en esa acera sin un sólo detalle. Por un momento me imagino caminando de manera casi robótica, admirando una perfección que me deja con un vacío en el estómago.
Sí, los baches son justos y necesarios.
Luego de volver mi mirada por un momento a la realidad, saliendo de mi caída imaginaria, mi vista se posa sobre lo que viaja a mi lado, sólo un poco más lento. He pasado de una calle con jardines llenos de tulipanes y grandes árboles que conversan con el sol, a un pasillo de basura y paredes altas y cálidas. No puedo evitar perder mi cabeza y perderme a mí mismo en ese laberinto. Y luego de tres horas caminando horrorizado, a un paso que difícilmente se logra disfrutar, me doy cuenta de que me estás pasando por un lado.
Te vi a los ojos, los vi llenos de ternura. Vi tus mejillas coloreadas por la luz, tu boca delineada por sus curvas incomparables y tu cabello ondulante entre las ráfagas de viento. Por un pequeño instante tu belleza logró apoderarse de mi ser y envolverlo hasta quitarle el aliento. Por un pequeño instante me encontré nuevamente en esa avenida floreciente.
Y justo ahí, el error. Las manchas en la pared hicieron que mi estómago se retorciera y me invitara a tirarme al piso a sollozar. Cada pequeño mensaje, cada pequeña preocupación hizo de mí un manojo de incapacidades y garrafales metidas de pata que hicieron de todo lo demás un desperdicio.
Justo ahí te dejé pasar. O, mejor dicho, ir. De una manera que no tiene perdón dejé de agarrar tu mano y acercarte a mí para tenerte por una infinidad con la que plácidamente viviría. De aquella manera dejé de percibir tu olor permanentemente y comencé a verte alejándote, en dirección contraria.
Estuve absorto.