lunes, 23 de febrero de 2015

Tragedia.

Si hay una pregunta que quiero hacer, y me hago todo el tiempo, es en qué piensa la tragedia cuando hace este tipo de obsequios. A ella, me parece, le gustan los contrarios. Como una relación de problemáticas infinitas y recurrentes nos inclinamos a buscarla y caer en ella, una y otra vez.

Sí, es que los corazones rotos, los cuerpos postrados en un lecho de desesperanzas y lágrimas -muchas lágrimas-, las miradas perdidas y los llantos ahogados a la luz del día son quienes, paradójicamente, traen consigo un vestigio de luz en esos azules que no dan más señales que de apagarse. Hablo del arte, ese sinfín de iteraciones de la realidad; arte de otro arte, capaz de abrir una herida y sanarla justo en ese instante. Esa pequeña pizca de sazón que el ser humano, dentro se sus numerosas y sublimes imperfecciones, ha sabido aprovechar.

Esos tragos dificultosos, suspiros inmemorables, aquellas imágenes que osan atravesarse y martillar a la mente como si tuvieran derecho alguno de hacerlo. Ah, quien diga que su musa no ha sido una de ellas, al menos una vez en su vida, debo confesar que no le creeré. Es que el arte ha venido a cumplir una tarea: ella es la maestra de los abismos, y la tragedia está ahí, a su lado. Porque la vida de un hombre en las alturas rebosa de cosas bellas, pero es cuando más cerca del piso se está que incluso la mínima expresión se vuelve excelsa.

El primer momento en el que se empieza a admirar lo ligeramente bueno es cuando lo que se pasa enfrente de uno es extremamente malo. 

He ahí tu importancia, tragedia. Porque regalas arte a la mente del humano, para que él mismo te asesine. Con humildad vienes a la vida sólo para morir, como todos nosotros. Te has tomado la tarea de hacernos miserables, con un objetivo noble, como los contrastes que nos regalas. Proporcionas equilibrio; sombras en un día soleado.

Te vas, pero nos dejas la belleza, oculta o a simple vista, para recordarte sin que duela. Te vas, y aparecen las luces. Te vas; aunque quedes a nuestras espaldas, observando responsablemente.

Y te odio, pero no me imagino sin haberte conocido.

Todo se vuelve arte.
Los atardeceres.
El amanecer.
La delicada figura de una sonrisa.
Esa cintura ondulante.
Las nubes negras.
Incluso tú misma.