sábado, 11 de octubre de 2014

No sólo somos reggaeton y "marico, güevón".

Hace varias semanas me había encontrado a mí mismo estudiando posibilidades fuera de este estanque denominado —o eso dicen— por el afortunado señor Américo Vespucio como pequeña Venecia; Venezuela.

Un futuro más allá de los límites de este pequeño infierno multi-ambiental y cultural que, más que en algún otro momento de su historia, no está más que lleno de un caos controlado y sueños desatendidos por la realidad, había sido lo más sensato considerando las aspiraciones que sostengo. Aspiraciones que al parecer crecen obedeciendo algún comando de reproducción descontrolado. 

Nuestro mañana parece estar eternamente desvanecido, y a la vez se vuelve un lienzo mucho más blanco que cualquier otro. Estamos a merced de nuestra propia idiosincrasia sobre y subdesarrollada al mismo tiempo. Una idiosincrasia que ha sido nuestra propia destrucción y salvación. 

Sí, otro país; otro hogar. Una buena opción.
¿No?

Las horas se me han ido pensando en eso; tantas noches me he desvelado como un inútil hasta horas más tardías —o tempranas, dependiendo de la perspectiva— de las que me siento cómodo admitiendo; tanto ha influido en mi humor y en mi concentración. El nudo aún sigue bastante enredado, como esos con los que te pasas horas y horas intentando que no te ganen. 

Pues es un simple dilema que combina cien horas de un tema, y cien horas de otro. 

¿Quiénes seremos cuando nos entierren, nos cremen o quién sabe qué harán con nuestro cuerpo? Siempre he dicho que la forma más efectiva de la inmortalidad es ser recordado; dejar un cambio y sentar las bases para algo valioso, sea al nivel que sea. Realmente, a estas alturas de mi bastante joven vida, y con las cosas que he visto y leído, ser una influencia mundial no es más que una aspiración egocéntrica y un tanto superficial.

He descubierto que hay temas que en mi mente pueden dar tantas vueltas sin tener nauseas, sino que me las causan a mí. Mi concepto de la vida es que debe tener acarrear un propósito; no uno que se nos asigne, sino el que uno mismo elija. ¿No es esa la belleza de la libertad y de, ciertamente, estar vivo? No quisiera morir habiendo sido infeliz o pasado desapercibido. En la Venezuela que he vivido, en la que he sufrido, con las personas que he hablado, a quienes he visto en dificultad, a quienes he visto triunfar, a quienes he visto hacer un mal, una Venezuela con la que contraje —y puedo decir: contrajimos— matrimonio desde el momento en el que nací, hacer un cambio en ella y nuestra relación hasta ahora dañina, es, sin duda, imperativo.

Si esta Venecia fuera pequeña ya no tendría cabida para la cultura e historia enterrada tan debajo de la tierra por nuestro ajetreado vivir. Venezuela es el esplendor oculto. Es una gema opacada que aún sigue viva entre excelsas montañas, selvas húmedas y llanuras. Hoy lloramos nuestros muertos a la par de que lloramos de la risa con las bromas que nos caracterizan. 

Y si debo volverme bromista para lograr un cambio, que así sea. Aunque lo ideal sea influir con haciendo algo que me guste.
Esa, ahora, es la posibilidad que más que estudiarla, me convence.