jueves, 4 de septiembre de 2014

Cartas que sólo a ti te escribo.

Sólo me hago una única y, ciertamente, persistente pregunta. 
Si se va, vuelve. Si me voy, me persigue.

¿Qué se necesita? ¿Qué necesito?

Los veo a todos pasar. Se deslizan a mi lado y los observo: cada defecto y cada virtud que, a simple vista, puedo observar. ¿Qué impresión se forma en mi mente? Imagino de todo, pienso de todo y, para el momento en el que la realidad vuelve a caer, lo hace de golpe, como un yunque.

Pareces ser una foto más de la estantería. No te escondas.

No lo hago.
Créeme.

Me quita el sueño. Mi estómago se revuelve cada noche un poco más, junto con el poder de mis pensamientos. Pensamientos que lo destruyen todo; todo de mí. Y ese remolino no se interesa en cederle el paso a la calma. Porque el único testigo de mi silente ruido es la propia figura de mi desgracia frente al espejo, que aún espera a volar en pedazos. Cada sonrisa que entrego parece ser salida de esa fábrica, dominando el arte de crear cosas de la nada; de ahí proviene.

El pasado me ha gritado que intente mantener la calma, comprarle un poco más de paciencia al tiempo y dejar de observar el caudal. La apariencia puede susurrarte palabras; tal vez apartarle el paso a una mirada de la aún viva felicidad baste, pero en mi mente esa fotografía con deseos en su reverso permanece.

Oh, qué diferencia haría.

Y a cada momento en que una lágrima intenta deslizarse entre las marcas invisibles de mi rostro intento convencerme que no... no soy amigo de esas siluetas desgraciadas e invisibles, aunque las tenga a mi lado y sepa exactamente dónde están.

Pero sí lo soy. Un acompañante; relleno de vacíos, con más vacíos.
Y luego me repito: ¿Qué necesito? 

¿Cómo te cambio?

Sólo te divisan ojos capaces de ver luces tenues.